Los niños tienen una excelente manera de enseñarnos cosas. Hace años, paseando en un centro comercial con una amiga y su hermanito de siete años, iniciamos el itinerario en un cajero automático para proveernos del dinero en efectivo necesario. Después de una tarde llena de actividades, el niño le pidió algún juguete adicional a su hermana, quien respondió con la clásica fórmula adulta: “se acabó el dinero”. Sin inquietarse, el niño sugirió: “no hay problema, pasamos por el cajero automático y sacamos más”.
Finanzas para la infancia
Cuando somos niños, el dinero es algo que tienen los adultos, que nunca es suficiente y que nos agradaría que usaran más en nosotros. Desde la perspectiva de una población infantilizada, el dinero es algo que posee el gobierno, que es ilimitado y que nos sentimos con derecho a reclamar.
Esta última y frecuente postura ocasiona varios inconvenientes. En principio, un sector de la población se transforma en un aparatoso grupo de adultos esperando, con los brazos en alto, que otro adulto reparta el contenido de la piñata financiera. Adicionalmente, damos por perdida una mínima comprensión de lo que realmente es el dinero y, posiblemente lo peor, esta popular noción agrega un elemento arbitrario, casi nihilista, al intercambio, a la economía y por tanto, a la convivencia.
Dinero, no fantasía
Todos recordamos aquella otra clásica fórmula parental que rezaba: “el dinero no crece en los árboles”. Esa sería una buena forma de ensayar una explicación para el hermanito de mi amiga que imaginaba, como tantos, que las necesidades se resuelven acercándose a alguna versión del cajero automático y retirando cuanto haga falta.
El dinero es un bien de intercambio, es decir, una cosa cuya función es transar fácilmente otras cosas. Como en términos económicos lo importante es el valor de cada bien, entendemos que el dinero encierra, tiene o representa valor.
Sin embargo, si dejamos de lado las contadas transacciones que existen independientes del sistema de bancos centrales (como las que actualmente se hacen en criptodivisas), los intercambios en nuestros días envuelven monedas cuyo valor se basa en la relativa confianza que tenemos de que el día de mañana podremos usarlo para adquirir algo.
Para hacer corta una historia muchas veces contada, esa confianza recae en un hábito, que pasa por alto la expropiación de los procedimientos de emisión monetaria, por parte de instituciones centrales en todo el mundo.
Desde hace algunas generaciones los seres humanos nacemos en una sociedad que asume la existencia de los bancos centrales y, “gracias a ellos”, hay dinero en la calle. Podemos estudiar y conocer lo que sucedió antes de que los mismos existieran, pero la cotidianidad tiene un peso imposible de abstraer. Además, las veces en las que el sistema colapsa, suele entenderse como extraños casos de estudio por negligencia y no el curso natural de los acontecimientos, cuando una institución ofrece controlar lo incontrolable.
De cualquier forma, nos ayudaría recordar que los bienes de intercambio se asocian al concepto de valor. Para ello también es buena idea conocer, así sea parcialmente, la historia del dinero y constatar el atípico momento en el que nos tocó vivir.
Un pacto tácito con el caos
Que los bancos centrales se encarguen circunstancialmente de la emisión nacional del dinero no debe confundirnos. “Imprimir” indiscriminadamente puede resultar peor que la peste. Si el lector desconfía de esta declaración le invito a revisar el caso venezolano. En la medida en la que el emisor “suelta” más billetes -algo que hoy en día consiste principalmente en enviar electrónicamente cifras a cuentas bancarias- el contravalor de los bienes de toda la sociedad en la que es válida esa moneda, aumenta y se distorsiona.
No obstante, el “valor real” de las cosas sigue existiendo sobre la base de los requerimientos y necesidades de la gente. Este es el único aspecto sensato y el epicentro del tema. Cada vez que nos perdamos debemos regresar a ese punto, como una suerte de boya en medio del mar. Porque el contratiempo fundamental es que la truculenta doctrina de bancos centrales en la que vivimos (algunos desde hace varios siglos) genera la perturbadora sensación de caos y arbitrariedad. En este esquema, el concepto de valor ha sido desvinculado de asideros reales o intersubjetivos, con lo que las acciones de las personas, el trabajo, el esfuerzo y las decisiones, se desdibujan. Es la consecuencia natural de que un elemento de importancia tan sustancial como el dinero, se haya transformado en otro prostituido objeto del juego y la arbitrariedad política.
Repasemos, solo por encima, políticas económicas centrales estándar: algunos bienes y servicios tienen un precio regulado a la baja (como generalmente sucede con la vivienda o los combustibles de uso masivo); otros están regulados al alza (como el salario mínimo), dejando unos pocos parcialmente libres. Cada aspecto del proceso productivo está atravesado por medidas de control sujetas a intereses políticos. El propio valor del dinero está artificialmente encorsetado por las decisiones de un grupo de burócratas y de paso, para coronar este triste panorama, pagamos impuestos.
¿De dónde podríamos sacar la idea de que economía, comercio e intercambio no son simples hijos bastardos del caos? ¿En qué nos apoyaremos para suponer que el mundo económico tiene algún sentido y que quienes alcanzan algún bienestar económico no son producto del más puro azar?
Con nihilismo económico me refiero a esta sensación de que, siendo todo arbitrario, nada vale realmente y, por lo tanto, nada importa. Es este el contexto que nos invita a elevar los brazos un poco más arriba, para obtener algo de la piñata.
No obstante, sabemos que el valor sigue existiendo a pesar de este metódico coqueteo con el caos (recordemos la boya) y, aunque luzca quijotesco, tenemos la posibilidad de usar nuestros esfuerzos en la dirección de ofrecer bienes o servicios que satisfagan las necesidades de los demás.