El economista Israel M. Kirzner desarrolló a partir uno de los aspectos del amplio trabajo teórico de Ludwig von Mises su propia teoría de la función empresarial, comprendiendo al descubrimiento de nueva información como clave del proceso de mercado, y al empresario como el agente descubridor que lo hace funcionar. Kirzner incorporó en la teoría empresarial de Mises la teoría de la información de Hayek, sintetizando en una teoría de la función empresarial algunos de los aportes más relevantes de los dos grandes economistas austríacos del siglo pasado.
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Al común de los economistas no les agrada la sutileza y complejidad de su concepto de empresarialidad como clave heurística de la acción humana; es casi imposible de reducir al leguaje matemático, peor que la destrucción creativa de Joseph Alois Schumpeter. Teorías del proceso en desequilibrio, no del equilibrio, que es lo relativamente simple de modelar, les dice nada, aunque la evidencia estadística sea obvia y abundante.
A Shumpeter lo admiran, pero lo estudian superficialmente, a Kirzner lo ignora la mayoría, aunque su trabajo es vital para entender el proceso dinámico del mercado. Hay fascinantes modelos neoclásicos que usan de manera simplificada lo que Kirzner estudia cómo especial cualidad inherente a la propia naturaleza humana; Paul Romer modela la función empresarial como un factor de producción adicional a tierra, capital y trabajo. Fascinante, útil también, pero se obliga a entender una cualidad subjetiva individual e intransferible como factor homogéneo del que “entra” más o menos cantidad en la combinación con otros factores. Es genial, pero muy poco realista, como suelen ser los modelos económicos más admirados.
Y Kirzner trabaja desde un paradigma minoritario, con una metodología escasamente comprendida, y por ello rechazada por el común de economistas –rechazar lo que escasamente se comprende es la actitud menos científica posible–, como la Escuela Austríaca. Profundiza el aspecto del trabajo de Mises –y de Hayek– que invalida radicalmente la mínima posibilidad de la ingeniería social tan cara al común de los economistas. Y tiene tremendas implicaciones morales su trabajo económico; es la receta para que al común de los economistas les desagrade.
La justificación moral –o el soporte ético, que no es lo mismo, pero se parece– del capitalismo se intentó desde el utilitarismo. El capitalismo sería moral porque produce más, en libre mercado produce tanto, que incluso los más pobres entre los pobres en una economía de libre mercado están en mejores condiciones materiales que sus equivalentes en cualquier otro sistema económico, y son muchos menos. A la justificación moral a partir de los resultados, por toscamente material se oponen fácilmente “fines más elevados”, hipócritamente, pues sin la base del sustento material mínima creada por la amplia división del trabajo y la riqueza del mercado libre, no hay tiempo de concebir ni posibilidad de perseguir esos fines más elevados.
De hecho, la virtud de la denostada desigualdad inherente a las economías de libre mercado es que no es exclusiva ni principalmente vertical, sino más ampliamente horizontal. Las sociedades igualitaristas ni son, ni podrían ser diversas, la diversidad es la causa necesaria de la desigualdad material. En una sociedad donde cada quien es libre de perseguir sus propios fines por sus propios medios, fines y medios serán radicalmente diferentes entre diferentes personas, y eso exige admitir la justicia de la desigualdad de resultados verticales resultante de la desigualdad de preferencias horizontales. No imponer nuestros propios fines sobre los demás por fuerza, y no envidiar los resultados de quienes nos superan en talento, medios, habilidad de identificar y producir lo que los demás demanden, o incluso suerte.
La moralidad del capitalismo no sería la del productor, porque produce. Ni siquiera porque produce lo que el resto demanda. Todo ello es importante y tiene contenido moral. Pero lo justo es “dar a cada cual lo suyo”, no lo de otro. Pretender dar a uno lo que no produjo, quitándoselo por la fuerza al que sí, sin importar las toneladas de papel, los ríos de tinta y los millones de votos que pretendan justificarlo, no es justicia, es robo.
El asunto es que con Kirzner descubrimos que la justificación moral de Locke para la propiedad es insuficiente, incluso errónea, porque funda el valor en el trabajo y no en el descubrimiento creativo, que es la clave real del proceso de mercado de la que una moral capitalista debe necesariamente partir. No es el esfuerzo, ni el trabajo, ni siquiera el hecho de que sirva a lo que otros subjetivamente desean lo que justifica la propiedad y el mercado moralmente. Es el descubrimiento, la capacidad de identificar lo que los otros demandarán antes que ellos mismos; la capacidad de identificar las oportunidades que otros no ven, la de crear el valor descubriendo utilidad no descubierta y materializándola, eso ya sí, con trabajo.
¿Por qué se rechaza eso económica y moralmente? Creo que no por prejuicio anticapitalista, sino por algo más ancestral. Cuando imagino a la primera recolectora que en una primitiva cultura humana descubre los primeros pasos hacia la agricultura, al primer cazador que descubre lo que llegará a ser la ganadería, al genio que descubre lo que será la metalurgia, no los imagino admirados, exitosos y elevados por sus agradecidos coetáneos. Sino acusados de hechicería, perseguidos e incluso asesinados por temerosos salvajes que no pueden aceptar que otro crease por sí y para sí lo que ellos ni entienden ni serían jamás capaces de crear. Ese salvaje primitivo que todos llevamos dentro es el que se rebela contra nuestra propia empresarialidad y envidia al producto de la de otros. Y es la amenaza moral e intelectual que en el seno de la civilización la amenaza insidiosamente. Pero eso es algo que sin estudiar la teoría de la empresarialidad de Kirzner en su profundidad económica y en sus implicaciones morales, es muy difícil de aceptar, por eso lo rechazan intuitivamente tantos, es el salvaje interior gritando: ¡es bruja, quémenla!.