No es la primera, ni será la última vez que trate del milenarismo comunista en una columna. Vale la pena revisitar los mismos asuntos pasados cuando nos explican diferentes asuntos presentes. Rothbard establece en su Historia del Pensamiento Económico que los antecedentes milenaristas del marxismo no se limitan a la agitación revolucionaria en la reforma. Sino que aquella tiene raíces que remontan fácilmente al siglo XII con el místico calabrés Joaquín del Fiore.
El de Calabria profetizó un segundo advenimiento con su respectivo fin de la historia –y con ella de la pecaminosa propiedad– en el que las almas quedarían libres de sus cuerpos. Quien crea en almas que sobreviven a sus cuerpos notará que los socialistas materialistas del siglo XX “liberaron” más almas de sus cuerpos que nadie antes en tan poco tiempo.
Aunque la fecha señalada pasó sin segundo advenimiento el joaquinismo siguió influyendo en los entonces numerosos rigoristas de la pobreza. Y no le faltaron teólogos de alto nivel, como Amalrico de la Universidad de París, quien se retractó forzosamente en 1207. De aquélla tradición neo-joaquinista –tras siglos de persecución– emergen en el siglo XIV los Hermanos del Espíritu Libre.
Fueron los primeros que agregaron a las subterráneas tradiciones milenaristas heréticas la idea de una vanguardia de iluminados que se elevaría a la condición de dioses vivientes antes del segundo advenimiento. De eso dedujeron que la absoluta obediencia a los jefes sería tan sagrada tan sagrada como el colectivismo. Pero la novedad más revolucionaria fue que declararon sagrado deber destruir propiedad y propietarios.
Atacar la propiedad y a los propietarios agradó a los taboritas –ala extrema checa de los husitas– que proclamaban el extermino de los no-creyentes para establecer un reino de Dios –propiedad común de bienes y mujeres en Bohemia– El comunismo primitivo –aseguraban los Taboritas– prevaleció en tiempos antiguos entre los checos.
Pretendían re-establecerlo ahí. Y luego extenderlo al resto del mundo. Como Engels después, los taboritas estimaban necesaria la desaparición de ciudades, dinero, comercio y la familia. Con la revolución husita de 1419 los taboritas tomaron Usti renombrándola Tabor. La perdieron y retrocedieron a las islas del Nezark de donde fueron expulsados en 1421. La derrota final de su ejercito por los Husitas de los que se habían separado llegó en 1434. Pero sus clandestinos restos en Baviera y Bohemia legaron sus ideas y practicas revolucionarias al anabaptismo. Y con ello a la revolución de 1534 en Münster.
El comunismo milenarista revolucionario seguiría reapareciendo en Europa pero perdería fuerza en la medida que el anticlericalismo revolucionario adoptaba utopías distintas y distantes de las de los herejes comunistas medievales y renacentistas. Con la revolución francesa surgió un nuevo comunismo ateo. Destacada ala de la conspiración de los iguales de Babeuf –la del manifiesto plebeyo y el manifiesto de los Iguales de 1795– la de los conspiradores ateos de Maréchal.
Tras Babeuf se rehízo al comunismo revolucionario a la medida del espíritu del siglo XVIII en adelante. Solo así llegó a la modernidad lo que habían aprendido de sus muchas revoluciones los comunistas. Una teoría partidista de la organización clandestina secreta. Una teoría militar de la guerra de guerrillas. Y la organización clandestina de una elite de revolucionarios profesionales dirigidos por una jerarquía indiscutible.
Derrotados en 1796 los conspiradores, sobrevive a la persecución Fillipo Buonarrot, aristócrata y revolucionario profesional que a sus 67 años publicó La conspiración por la igualdad de Babeuf. Un éxito editorial que le transformó en el más notable teórico revolucionario de la izquierda europea de entonces. Buonarrot –quien era descendiente del maestro renacentista como sugiere el apellido– descristianizó las profecías del comunismo milenarista replanteándolas en una teoría de la voluntad inmutable de la nación contra sus enemigos internos y externos.
También replanteó la tradición de los elegidos autoproclamados afirmando que el pueblo es tan incapaz de regenerarse por sí mismo como identificar a la quienes conduzcan esa regeneración.
Los socialistas cristianos revolucionarios como el “Pontifarca de la Iglesia Comunista” Jhon G. Barmbly comienzan a resultar folclóricos. Y la fe revolucionaria se decanta hacia ateos radicales como Dézamy, feroz defensor de la ortodoxia ideológica y la disciplina partidista en un socialismo ateo que proclamaba la revolución violenta y al socialismo como conclusiones racionales e inevitables con la Liga Comunista de 1847 –entre cuyos principales teóricos destacó Karl Marx– empieza a prevalecer el ateísmo en el socialismo europeo.
El socialismo del siglo XIX teorizó desde “mares de dulce limonada” y “ballena-barcos” hasta falansterios. Nada de aquello pasó la corriente principal del marxismo en el siglo XX. En el XXI pudiera ser diferente.
Dézamy reclamaba la inevitabilidad del socialismo como conclusión “científica”. Pero nunca teorizó una “ciencia” que articulara dicha “inevitabilidad” con la fuerza profética del antiguo comunismo milenarista. Pasar de las afirmaciones gratuitas –y fácilmente refutables– de Dézamy a una teoría que trasladara el viejo dogmatismo milenarista a una nueva filosofía del conocimiento capaz de “explicarlo” en un sistema cerrado “irrefutable” fue el aporte clave de Marx.
Rehacer el materialismo de Feuerbach y la idealista dialéctica de Hegel en su propio materialismo histórico permitió a Marx denominar “ciencia” –de hecho la máxima, última y definitiva “ciencia”– a una nueva y atea religión totalitaria que proclamó única y última verdad indiscutible de la historia.
Creer que todo crimen de –y por– la revolución es “amor a la humanidad” mientras asesina, tortura y extermina a millones exige para la doble moral socialista una fe religiosa como la que tenían los revolucionarios milenaristas.
Es ese, más que cualquier otro, el gran aporte del marxismo a la larga y obscura tradición comunista. Y es esa, más que cualquier otra, la razón por la que los socialistas contemporáneos –aunque lo intentan– no logran seguir siendo socialistas sin ser –de alguna manera– marxistas.