La teoría de la justicia de Rawls es la más influyente en la intelectualidad de nuestros tiempos. También es el último refugio del socialismo en sentido amplio, oculto tras el disfraz de la tradición liberal. Al final, la injusta idea de justicia de los socialistas no es sino la justificación de la envidia elevada a la categoría de axioma moral. Que la mayoría de la intelectualidad y el común de nuestros contemporáneos compartan, en mayor o menor grado, semejante concepto es una de las mayores amenazas a la civilización.
El asunto es que mientras mejores sean las teorías mediante las que explicamos la realidad de la acción humana, aplicar esa comprensión del orden espontáneo a nuestra valoración de las tradiciones morales y las intuiciones de justicia, implicaría descubrir una cada vez mejor teoría de la justicia, una que interprete moralmente la realidad del orden espontáneo sin imponerle una categoría de fin completamente ajena a su naturaleza.
Lo que prevalece en la filosofía moral contemporánea en cuanto método –el de Rawlls ciertamente– lo resumió bien Nielsen como: “Partir de nuestras convicciones iniciales, para proceder y retroceder entre estas y los principios morales, modificando una pretensión teórica por aquí, cambiando un criterio reflexivo por allí, abandonando un presunto principio o alguna creencia básica (…) hasta (…) que nuestros juicios, adecuadamente depurados y ajustados, encajan perfectamente con nuestros principios y teorías”.
Pero todo depende de nuestra comprensión teórica de la realidad. El error en la cadena causal de la realidad difícilmente dejaría de traducirse en error de la justicia o injusticia que atribuyéramos en consecuencia. Y no es la de Rawls, sino la de Nozick, la filosofía moral que con los aportes críticos de Israel Kirzner en la perspectiva heurística de los procesos sociales se sostiene en una mejor explicación teórica de la realidad social.
El asunto importa porque cuando son incorrectas las teorías sobre la realidad social de algunos filósofos morales, el resultado es que inevitablemente articularán equilibrios reflexivos que encajarán perfectamente con sus errores teóricos sobre la realidad factual. Esto forzosamente terminará en una teoría de la justicia errónea y en la justificación, involuntaria o no, de la injusticia. Todo esto sin olvidar la manipulación en la selección de las teorías auxiliares para hacer calzar perfectamente unas u otras intuiciones con los juicios reflexivos que se desea sostener como sea.
Es posible sostener una teoría de la justicia que se limite a una racionalización de las intuiciones de justicia hacia el que alguien se sienta más inclinado, mediante la selección de teorías auxiliares que lo justifiquen como traje a la medida de confirmación ideológica. Pero ya no se puede hacer eso cuando se coloca en la correcta perspectiva evolutiva toda intuición moral, ajustándose a una reconstrucción conjetural de la evolución moral que nos permite clasificar en módulos de justicia nuestras intuiciones morales, relacionándolas con los dos códigos morales coexistentes explicados por Hayek.
Kirzner aclara que “no hay duda de que la mayoría de la gente siente como innata la certeza moral de que nadie puede negarles el derecho a ejercitar libremente sus talentos congénitos, así como a gozar de aquello cuya existencia quepa atribuir únicamente a estos” y concuerda con Rothbard en considerar los derechos que reclama aquella “innata certeza moral” inseparables del derecho mismo a ser respetado como individuo libre. Quienes entienden la legitimidad y justicia evidente de la autoposesión como “juicio reflexivo irrenunciable” pueden identificar en la perspectiva evolutiva de Hayek el origen del rechazo intelectual a la auto posesión, pues “quienes defienden ante todo la igualdad y, en general, los críticos de la propiedad privada han considerado siempre necesario cuestionar a fondo esta idea tan difundida de auto posesión”. Tienen que hacerlo pues defienden la imposición de la moral tribal finalista más primitiva sobre la sociedad a gran escala, rechazando la moral impersonal que permitió superar la primitiva colectividad de fines como único mecanismo de cohesión social, dando paso a la diferencia y la innovación de las que emergió la civilización.
Los socialistas –admítanlo o no– al pretender imponer una escala colectiva de fines en el orden social civilizado que no los requiere, niegan la legitimidad de los fines individuales de los que surgió y depende la civilización misma, aunque su propósito se limita generalmente a la negación de la libertad por la vía de la negación de la autoposesión. No olvidemos que el salvaje originario ni conoce ni concibe la libertad y únicamente se ve a sí mismo como propiedad de su tribu, su limitada conciencia de individualidad es reprimida por la moral tribal que se resume en la intuición equivocada de justicia igualitarista envidiosa.
Quienes defienden por encima de todo la igualdad están proponiendo eso y no otra cosa en rechazo a la moral y la justicia que hicieron posible la civilización misma. Su ventaja es que, sin importar que declaren expresamente tal culto al salvaje, como Rousseau, o se encubran en un perfectamente colectivista “hombre nuevo”, como Marx y sus seguidores, tienen un poderoso instinto básico primitivo al que apelar. Algo tan propio del salvaje, tan poderoso y universal como la envidia.
Un salvaje primitivo atribuirá envidiosamente toda diferencia a la brujería, mientras un igualmente envidioso salvaje de apariencia civilizada lo racionalizará en una teoría absurda revestida de palabrería docta para calificarla de injusta explotación. Pero cierto es que donde quiera que encontremos la negación de la justicia de la diferencia de talentos individuales vemos al salvaje ancestral señalando escandalizado alguna inexistente “brujería” para justificar un profundamente injusto sentido de justicia que implica la negación misma de la individualidad.