Me temo que la libertad no ha sido otra cosa que una azarosa y frágil consecuencia no intencionada de un orden moral que emergió, con y en la civilización, como resultado involuntario de acciones con que nuestros lejanos antepasados iniciaron una evolución cultural, cuyas consecuencias extraordinarias hubieran rechazado asombrados de haber podido siquiera imaginarlas.
A diferencia del mítico buen salvaje de Rosseau, el hombre primitivo real no podía concebir siquiera el orden social de una civilización libre, y menos la libertad en su propio orden social, por lo que, de haber observado tales maravillas, las hubiera encontrado desconcertantes y aterradoras.
Por eso que es tan fácil movilizar emocionalmente masas de seres superficialmente civilizados contra los valores que soportan toda libertad, civilización y progreso. La más insidiosa amenaza la encontraremos tras lo que de aquel hombre primitivo –nuestro antepasado por muchísimo más tiempo del que han existido civilizaciones– subsista integrado al orden social y la consciencia moral del hombre civilizado.
Esa bestia torpe y brutal está al acecho, oculta en cada hombre civilizado. Un salvaje asombrado, temeroso e irritado ante el espectáculo desconcertante de un orden social fundado en la libertad individual existe en potencia en nuestros propios instintos primitivos.
Y la bestia emerge fácil y frecuentemente, tanto racionalizada en los anhelos ancestrales de los intelectuales, como en la barbarie que una vez rotos los frágiles diques de la civilización moral, emerge triunfante en conductas incivilizadas del hombre común. En consecuencia, la primera línea de defensa contra esa permanente amenaza es comprender que la libertad depende del que en la consciencia de los hombres prevalezca un orden moral civilizado.
Orden moral civilizado que resumió Benito Juárez, tras el derrocamiento del Segundo Imperio Mexicano, cuando en su manifiesto del 15 de julio de 1867 afirmaba:
“Encaminemos ahora todos nuestros esfuerzos a obtener y a consolidar los beneficios de la paz. Bajo sus auspicios, será eficaz la protección de las leyes y de las autoridades para los derechos de todos los habitantes de la República. Que el pueblo y el gobierno respeten los derechos de todos. Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz.”
La paz, así entendida, únicamente existe en libertad. Sin esa paz moral sería imposible la libertad en el orden social. Y sin libertad sería imposible que la paz realmente dependiera de una obligación moral pasivamente universal, como es respetar el derecho ajeno.
Como los socialistas han avanzado sobre la lengua torciendo el significado de libertad para que esclavitud signifique libertad y viceversa –éxito supremo de la neo lengua totalitaria– es necesario repetir incesantemente que libertad no es la “liberación” mediante la que el socialismo revolucionario establece la esclavitud totalitaria, sino lo que Friedrich Hayek definió como “aquella condición de los hombres por la que la coacción que algunos ejercen sobre los demás queda reducida, en el ámbito social, al mínimo” . Eso y no otra cosa es libertad en el orden social. En tanto, lo que tradicionalmente se ha denominado libertad interior es la ausencia de condiciones síquicas que limitan el juicio, por efecto de substancias psicoactivas, enfermedad mental o descontrol emocional intenso. Algo que se puede definir como la libertad del hombre que es razonablemente dueño de sus instintos y pasiones.
El sueño del salvaje que vive en nuestros propios instintos y pasiones es la pesadilla del hombre civilizado hacia el que evolucionamos involuntariamente. Es la paradójica “liberación” de todo aquello que nos hace libres, tanto interiormente como en el orden social, para que en todos y cada uno quede únicamente lo que del salvaje subsiste en el hombre civilizado.
La amenaza del salvaje emerge al aceptar su moral sobre la de la civilización. No podemos ser lo que somos sin conservar parte de la moral primitiva en los pequeños grupos estrechamente cohesionados. Pero involucionaríamos hacia las bestias que fuimos si impusiéramos esa moral primitiva y emocional sobre las normas impersonales de la moral civilizada. Envidia y resentimiento son las armas del salvaje para emerger en cada hombre sobreponiéndose al hombre civilizado. En intelectuales que lo racionalizan y en esbirros que lo imponen. Tras la doble moral hipócrita de la brutalidad socialista está la convicción moral errónea que empieza en la falsa consciencia y concluye en una ética impracticable sin la hipócrita muleta de la doble moral.
El asunto es que la mayor amenaza a la libertad –y a la propia civilización– es ese salvaje que subsiste en las pulsiones primitivas y emociones de todos y cada uno de los hombres civilizados. El vicio al que es adicto ese salvaje es la envidia, primitivo vicio antisocial por antonomasia. Toda la capacidad destructiva del socialismo depende de envidia y resentimiento. Porque el hombre que actúa bajo la influencia de una poderosa pasión viciosa como la envidia, no es libre en el mismo sentido interior que no lo es quién está mentalmente enfermo, o bajo el efecto de ciertas drogas.
Al hablar de ausencia de libertad interior estamos, hasta cierto punto, equiparando esa pasión que la causa, en el caso que nos ocupa, con la enfermedad que puede también causarla. La diferencia es que se trata de una enfermedad moral. Es pues un vicio, y como vicio se sobrepone a la voluntad, la domina y la sustituye. No hay que dudar que la voluntad pueda dominar la pasión, el sentimiento y aún el instinto, y en tal sentido pueda controlar al vicio. Pero cuando lo contrario ocurre, ya el vicio no es voluntario; es la ausencia de voluntad para contralar una pulsión que sabemos negativa. La envidia es el caballo de Troya con el salvaje somete al hombre civilizado. Y racionalizada en ideología criminal, es capaz de destruir la civilización.
@grgdesdevzla