Democracia significa gobierno electo por mayoría mediante un procedimiento electoral aceptado como justo por electores y candidatos, ganadores y perdedores. De esto pueden resultar cosas muy diferentes, desde tiranía de la mayoría en un paraíso de demagogos hasta un orden republicano bajo el Derecho limitando al poder. Pero cuando los propagandistas socialistas dicen democracia, generalmente –casi siempre de hecho– hablan realmente de socialismo en sentido amplio. Amalgaman la idea del gobierno electo con el igualitarismo para terminar identificando esa amalgama con su versión –la que sea– del socialismo.
Y con ese intencionadamente poco claro concepto de democracia, el prestigioso socialista fabiano Bertrand Russell nos confiesa abiertamente que la envidia –y no otra cosa– es el fundamento del socialismo: “la envidia es la base de la democracia (…) El sentimiento democrático de los Estado griegos, casi en su totalidad, debió de haber sido inspirado por esta pasión. Y lo mismo puede decirse de la democracia moderna. (…) para efectuar grandes cambios las teorías (…) son siempre el disfraz de la pasión. Y la pasión que ha reforzado las teorías democráticas es indiscutiblemente (…) la envidia”.
Marx, el más influyente intelectual socialista revolucionario, también entendía que la envidia era la clave del atractivo de la idea socialista cuando firmaba que: “sea grande o pequeña una casa, mientras las que la rodean sean también pequeñas, cumple todas las exigencias sociales de una vivienda, pero, si junto a una casa pequeña surge un palacio (…) por mucho que, en el transcurso de la civilización, su casa gane en altura (…) el habitante de la casa relativamente pequeña se irá sintiendo cada vez más desazonado, más descontento, más agobiado”.
Es esto, pues, lo que desafiará cualquiera que haga frente al socialismo, que una y otra vez la envidia se reinvente como “justicia social” para imponer lo que Spencer en 1884 denunció como la errónea “creencia de que el Estado debe poner remedio a todas las miserias (…) nunca inquirir si hay otros medios de evitar algunas de ellas”.
Spencer rechazó el colonialismo y defendió apasionadamente la solidaridad voluntaria entre los hombres libres afirmando que mitigaría efectivamente la selección biológica en una especie civilizada, pero que, repitiendo falsedades de Hofstadter, los socialistas califican falazmente de precursor de la eugenesia. Los defensores de la eugenesia fueron, en realidad, gran parte de los intelectuales socialistas de principios del siglo XX, no Spencer. Las campañas de asesinato moral mediante la mentira han sido y serán siempre consubstanciales al socialismo.
Cualquiera que enfrente al socialismo en sentido amplio debe saber porque todo socialismo tiende fatalmente al totalitarismo, pues como Hayek advirtió: “una vez se admita que el individuo es solo un medio para servir a los fines de una entidad más alta, llamada sociedad o nación, síguense por necesidad la mayoría de aquellos rasgos de los regímenes totalitarios que nos espantan. Desde el punto de vista del colectivismo, la intolerancia y la brutal represión del disentimiento, el completo desprecio de la vida y la felicidad del individuo son consecuencias esenciales e inevitables de aquella premisa básica; y el colectivista puede admitirlo y, a la vez, pretender que su sistema sea superior a uno en que los intereses ‘egoístas’ del individuo puedan obstruir la plena realización de los fines que la sociedad persigue”.
Todo el que se opone al socialismo enfrenta mucho de lo que se da por sentado, si es un intelectual deberá difundir eficazmente ideas hoy impopulares, y si es un político alcanzar el poder en base al programa hoy minoritario –en la mayor parte del mundo al menos–. Un político debe lograr apoyo de muchas personas, su cooperación activa o a lo menos su voto en función de una idea abstracta. Esto implica dirigirse más a los sentimientos que a la razón.
Cuando algo tan primario y emocional como la envidia es manipulado por sus contrincantes socialistas, un político liberal o conservador se condena al fracaso concediendo así sea un milímetro al axioma moral socialista. El imperio de la envidia como axioma moral haría imposible la civilización, por lo que mirar en derredor y constatar que la civilización existe –más o menos– implica que hay algo en la emocionalidad humana tan poderoso como la envidia, que puede neutralizarla. Permitió superarla a nuestros lejanos antepasados. Y sigue permitiendo hoy superarla para que exista libertad, diversidad y prosperidad donde quiera que no sea envidia lo que impere.
Ese poderoso mensaje emocional que el socialismo en sentido amplio rechaza ardientemente es simplemente el deseo de mejorar, de perseguir los propios fines, el instinto de propiedad de aquello que es producto del propio descubrimiento y esfuerzo en tan empresa: algo tan instintivo y poderoso como la envidia. En el período generalmente estimado en cerca de diez mil años en que superó su ancestral envidia de cientos de miles de años, permitió a un primate que apenas se diferenciaba materialmente otros primates crear de forma involuntaria algo tan impresionante y diverso como la civilización humana.
Quien quiera enfrentar y derrotar al socialismo intelectual, cultural o políticamente ha de defender, compartir y representar esa esperanza y su superioridad moral, mejor incluso de lo que otros representan la envidia. A fin de cuentas, un político liberal es una paradoja virtuosa. Tiene ambición de poder porque es lo que requiere para cambiar radicalmente la sociedad política desde sus bases. No obstante, su objetivo es reducir y limitar el poder del Estado y por consecuencia, el de los políticos, incluido el suyo propio.
Pero la política es mucho más que política cuando ha de ser un cambio profundo, porque de no ganarse paralelamente la batalla intelectual –y más ampliamente, la guerra cultural– para hacer de la civilización de la libertad un sentido común y una emoción ampliamente compartidos, no habrá victoria política alguna. Sin eso, no sumaría el apoyo necesario una oferta política liberal a largo plazo.