Nuestra miseria empieza en el desprecio por el derecho de propiedad en nuestras leyes y jurisprudencia. Lo menciona frecuentemente en sus conferencias mi amiga Andrea Rondón, quien es doctora en Derecho, profesora y columnista del PanAmPost. La propiedad privada, me explica, ni siquiera es un derecho humano para buena parte de la doctrina actual. Las consecuencias están a la vista.
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Los derechos civiles y políticos dependen materialmente del derecho de propiedad. Lo entendía Juan de Mariana en 1609 al establecer que la diferencia entre un gobernante legítimo y un tirano es el respeto al derecho de propiedad de todos y cada uno, porque:
“…ni el que es caudillo en la guerra y general de las armadas ni el que gobierna los pueblos puede por esa razón disponer de las haciendas de los particulares ni apoderarse de ellas (…) El tirano es el que todo lo atropella y todo lo tiene por suyo; el rey estrecha sus codicias dentro de los términos de la razón y la justicia, gobierna los particulares, y sus bienes no los tiene por suyos ni se apodera de ellos sino en los casos que le da el mismo derecho.”
El motivo de la mayoría de los intelectuales dedicados a la ley para pervertir al Derecho es ideológico. Niegan o minimizan el derecho de propiedad, no porque ignoren que es el basamento moral y material de las barreras contra la tiranía. Lo saben. Minan las bases de lo que nos defiende de la tiranía, porque tiranía requieren para materializar la sociedad en que creen. La imaginación literaria de Orwell lo resume en la principal consigna del animalismo real instaurado por el cerdo Napoleón “todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros”. Los teóricos de la destrucción del Derecho y la perversión de la justicia lo recubren con más capas que una cebolla, pero el núcleo es idéntico. Es envidioso igualitarismo inviable y destructivo colectivismo. Creen por una disfrazada religión profética que el infierno al que nos conducen sería la antesala del paraíso irrealizable.
Únicamente quién se empeñe en adoptar el envidioso igualitarismo dogmáticamente, evadiendo que racionaliza supersticiones primitivas, y logre revestirlo de alambicadas teorías o de fanatismo con pretensiones transcendentes, pudiera engañarse a sí mismo con tan absurda idea, como que derechos civiles y políticos individuales serían materialmente posibles donde la propiedad privada desapareciera. Quién no tenga más propiedad que la de sí mismo es libre de decir lo que quiera en la propiedad que nadie reclame y en la privada de quien le permita usarla. Si no hay propiedad plural, privada y dispersa, ilusionarse con que la propiedad de todos sería la base material de la libertad de cada uno, es ridículamente ingenuo. Si todo fuera formalmente de todos, todo sería materialmente de quien gobierne. Ante un gobierno dueño de todos los medios de subsistencia no existe más libertad que la de elegir la muerte para quien se niegue a someterse.
Destruir la propiedad mediante la perversión del Derecho para ir de la civilización a la barbarie por la fuerza es un camino viejo y conocido. Fuerza revolucionaria imponiéndose. Lograrlo mediante engaño es más sutil. En tal caso, la fuerza se usaría desde el poder cuando la resistencia desesperada aparezca tardía y confusa. La vía sutil pasa por la destrucción del lenguaje. No es contradictorio en sus propios términos que un político socialista revolucionario posmoderno como Pablo Iglesias declare “que existan medios privados ataca la libertad de expresión”. El significado de las palabras como terreno de lucha de la acción política revolucionaria lo hemos visto desde los tiempos de la revolución francesa. La jerga perroflauta de Iglesias, Monedero y Errejón es una variante local para la neolengua del socialismo globalizado contemporáneo. Libertad de expresión significa para ellos algo distinto, distante e incluso opuesto, de lo que significa para el resto.
Un neomarxista de la talla de Herbert Marcuse nos dejó claro que para ellos “Libertad es liberación, un específico proceso histórico en la teoría y en la práctica y como tal tiene su acierto y su error, su verdad y su falsedad” y cuando tal “libertad” es “de expresión” resulta que “ciertas cosas no pueden decirse, ciertas ideas no pueden expresarse, ciertas orientaciones políticas no pueden sugerirse, cierta conducta no puede permitirse” tan claro como dejó el que lo fundamental es “a quien corresponde decidir en la distinción entre enseñanzas y prácticas liberadoras y represivas, humanas e inhumanas; ya he advertido que esta distinción no es cuestión de preferencia de valores sino de criterios racionales (…) la sistemática supresión de tolerancia hacia opiniones y movimientos regresivos y represivos sólo puede contemplarse como resultado de una presión en gran escala que podría llegar a una gran subversión.”
O dicho de otra forma, que todos sean “libres” de expresar única y exclusivamente lo que Marcuse y sus seguidores decidan “objetivamente” que debe ser expresado. Y perseguidos si expresaren lo que “objetivamente” Marcuse y asociados prohiban expresar. Simplemente no pueden tolerar que se exprese otra cosa que lo ellos piensan. Para Marcuse “la tolerancia liberadora significaría intolerancia hacia los movimientos de la derecha, y tolerancia de movimientos de la izquierda. En cuanto al objetivo de esta tolerancia e intolerancia combinadas: ‘…se extendería a la fase de acción lo mismo que de discusión y propaganda, de acción como de palabra’. El tradicional criterio de peligro claro y actual ya no parece adecuado”
Tratándose de un sistema que únicamente puede producir inconmensurable destrucción material, intelectual y moral. Para dominar lo que las personas piensan, el totalitarismo debe imponer el significado de palabras que usen. Como necesita destruir el concepto mismo de derecho de propiedad. Debe empezar por convencernos de que la propiedad de otros, no la nuestra, sería la atacada. Destruir o mantener lo que nos defiende de la tiranía depende finalmente del que prevalezca o no entre las mayorías la resentida envidia.