Parece un mantra (no sé qué tan nuevo): si queremos una solución a los problemas en Colombia, debemos comenzar por desarrollar más conciencia política. Más participación. Más voto informado. Más veeduría de la gestión de nuestros representantes.
Y, de manera superficial e intuitiva, es cierto.
Es suficiente con ver los niveles de abstencionismo en cada encuentro electoral para saber que la mayoría de individuos no hace ni el intento de tomar decisiones colectivas. Podría apostar a que, al azar, la mayoría de ciudadanos no tienen ni idea de cómo se compone el Estado, ni de quiénes son sus representantes. Es más, es muy probable que más allá de los nombres mediáticos, no tengan ni idea de en qué consisten o de por qué sucedieron los escándalos de corrupción más recientes en el país.
Pero la mayoría de veces la intuición y lo superficial no son buenos consejeros cuando de analizar fenómenos sociales se trata. Habría que preguntarse cómo cambiarían las cosas si los apáticos de hoy decidieran participar. No hay ninguna razón para pensar que votarían de manera diferente a como los hacen los demás ciudadanos. No es seguro que sancionarían a los implicados en corrupción o a los cercanos a estos escándalos: seamos honestos, es muy difícil, en el panorama actual, pensar en solo un político que no tenga ninguna cercanía (creada, real o potencial) con algún caso de corrupción.
Es posible que, si todos los que pueden hacerlo, votaran, no cambiaría el contexto político colombiano. Más bien, podría darse el caso de que fuera el mismo contexto, pero con tasas de abstencionismo muy bajas.
Lo mismo podría pensarse del hipotético evento en el que todos los ciudadanos estuvieran muy interesados por conocer las promesas de cada candidato y de hacer un seguimiento a su cumplimiento cuando fuese elegido. Esta obsesión informativa no necesariamente implicaría que los elegidos fueran mejores personas, con mejores ideas o menos corruptos. Por esa vía, podrían llegar al poder ideas populistas de las más peligrosas: ¿se opondrían unas mayorías aplastantes a alguien que prometiera quitarle todo lo que tienen a unos para repartirlo entre los demás? Puede que sí, pero también podrían preferir esta opción. De igual manera, se podrían elegir opciones que prometieran perseguir ciertos grupos sociales porque mayoritariamente estos son considerados inferiores o negativos para la sociedad.
Y en esto último es donde se encuentra la clave para entender la confusión que lleva a que superficial e intuitivamente se caiga en la trampa de pensar que una mayor participación y una menor apatía políticas son la llave a la solución de nuestros problemas.
Esta aproximación asume que los que hoy consideramos como asuntos colectivos, en realidad lo son: desde asuntos económicos hasta individuales, comenzando por qué pensamos, cómo pensamos, lo que decimos o a quién amamos u odiamos, damos por sentado que son temas que no competen a la decisión del ámbito de lo privado, sino que deben ser abordados de manera colectiva. Por esto, no discutimos desde hace mucho si los asuntos que asumimos deben resolverse por medios colectivos en realidad pueden y deben solucionarse de ese modo.
Y esta falta de discusión es resultado, al contrario de lo que se percibe, no de la apatía, sino del exceso de politización. Puede ser cierto que las personas no voten o que no hagan seguimiento a la gestión de los representantes, pero esto puede deberse más a problemas de transparencia (o facilidad) en la información disponible o a que, al fin y al cabo, los individuos saben que un solo voto no define nada.
Pero lo realmente importante es que, desde hace mucho, casi en todas las dimensiones de nuestras vidas está presente el Estado como un actor más (algunas veces, incluso, es el más importante porque es a este al que debemos pedirle permiso para actuar o tratar de evadir sus castigos por nuestras decisiones).
Por ello, cada vez más consideramos que las elecciones son determinantes. Por esto es que cada vez que vamos a depositar nuestro voto, la discusión se convierte en algo pasional y no puede ser reemplazada por una racional en la que se reconozcan –y valoren– los diferentes puntos de vista.
Por esto es que al contrario se le quita su humanidad y se convierte en el enemigo, el ignorante, el que tienen segundas y terceras intenciones, el corrupto, el malo.
Por esto es que cada vez más los ciudadanos sacrifican su individualidad para amalgamarse, todos, en “su candidato”. Las personas dejaron de hacerle campaña a alguien para convertirse en sus defensores, en sus amigos (así ni lo conozcan), en sus familiares. Si alguien critica al intocable (al candidato), salen todos los ciudadanos que lo defienden a atacar, a sacrificarse por él. A morir por él, si es el caso. No dudan ni un segundo ni de su virtuosidad ni de que, quién sabe por cuáles características, este sí va a ser capaz de traer el paraíso a la tierra… y de solucionar todos nuestros problemas.
Por esto es que no podemos abordar los temas cuestionando las creencias que tenemos frente a ellos. Si uno plantea que algo no es función del Estado, la respuesta más segura es que sí lo es porque así lo contempla la ley, porque sin el Estado “quién sabe qué pasaría”, porque igual “algo hay qué hacer”, o porque el candidato que se defiende –al que se le entrega la vida, el amor y la individualidad– “sí lo va a poder resolver”.
En esto se ha convertido el panorama de la política. Los ciudadanos, dormidos en creencias que no pretenden cuestionar, por facilidad o incomodidad, siguen permitiendo que la política las quite la individualidad y los convierta en una masa amorfa de colectivistas. En unos súbditos que deben toda su lealtad a los políticos que eligen y quiénes hacen todo por ellos. Piden a gritos que les quiten la libertad con tal de tener algo de comodidad: que sean otros los que les solucionen los problemas.
Pero, al contrario de lo que se piensa, parece ser que el comienzo para encontrar soluciones a fenómenos de la vida en sociedad no está en una mayor ni mejor participación. Tal vez este se encuentre en un proceso de despolitización.