No es por falta de temas, pero es imposible escribir solo un artículo sobre desigualdad y los mitos que se han creado en torno a este asunto. Cada cierto tiempo, es necesario abordar nuevamente la cuestión para responder a, por lo menos, algunos de los muchos comentarios que se producen, la mayoría de ellos alarmistas, catastrofistas y, por lo tanto, efectivos para generar miedo e ideas equivocadas.
Como lo señalé hace algunos años en este mismo espacio, la preocupación por la desigualdad es tan popular porque es resultado de una de las pasiones más difíciles de combatir del ser humano: la envidia. Puede ser que prefiramos que el otro esté peor a que nosotros estemos mejor. Puede ser que lo que nos haga felices es lo que tiene el otro, no lo que tengamos nosotros. Pero como el sentimiento es incómodo y se ha presentado como inmoral, se ha racionalizado desde hace mucho tiempo. Se le quita el carácter de pasión y se le da uno de preocupación por la sociedad y su estabilidad.
Por esto último, abordar la desigualdad es la manera que tienen los críticos del sistema para hacer pasar como social lo que es un afán por ver incrementado su poder. Dicen que se preocupan por los que menos tienen, pero en realidad quieren concentrar más funciones en cabeza de unos pocos – genios, bienintencionados o capacitados – ingenieros sociales. De este grupo forman parte algunos de esos intelectuales que rechazan la libertad en búsqueda de una utopía – más o menos – socialista en la que ellos creen que su papel de opinadores será tomada en serio y sus ideas se implementarán por la mano benevolente y omnisapiente de un buen autócrata.
La semana pasada, un columnista colombiano, Rodrigo Uprimny, decidió mostrar su preocupación por la desigualdad en América Latina. En sus argumentos se refirió a un libro sobre el tema y recomendó una página web en la que se podría encontrar una, para el intelectual, sólida evidencia empírica que sustentaba las conclusiones de los autores del libro. La más importante dentro de ellas es que supuestamente los países más igualitarios, dentro de los desarrollados, tienen mejores resultados en diversos indicadores sociales y criminales que los menos igualitarios.
No he leído el libro, pero sí exploré la página recomendada.
De la columna lo primero que llama la atención es que el profesor Uprimny, tan interesado por las tendencias de la desigualdad, asume como si ésta siguiera aumentando en la región. Tal vez no ha tenido la oportunidad de abordar la lectura de un reciente informe de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) en el que se demuestra que, al contrario, los niveles de desigualdad disminuyeron en el periodo 2003 – 2012. Otra cosa que llama la atención es que el profesor presenta como verdades absolutas las que en la página web que él mismo recomienda se presentan como evidencia parcial extraída de algunos estudios.
Fuera de esto, si abordamos las conclusiones del libro, reseñadas en la columna, y mostradas en Internet, varios aspectos se deben analizar. Los autores muestran los resultados en salud, educación, criminalidad, crecimiento económico y muchos otros indicadores y los relacionan con la desigualdad. Aunque en Internet la evidencia se deja en el nivel de la correlación, el columnista la toma como muestra de causalidad.
Pero hay un problema en los dos casos: ¿cuál es la dirección de la relación? Nos dicen que los niveles de desigualdad más bajos presentan también mejores indicadores, pero podría ser un problema de reversión causal. Es decir, que la menor desigualdad es resultado de unos mejores indicadores en los otros aspectos. Es más, podría ser que los menores niveles de desigualdad y los mejores indicadores son todos resultado de otras variables que no se han tenido en cuenta y que permanecen ocultas en estos estudios.
Otra ausencia en los casos es la reflexión sobre las fuentes de la desigualdad. Ignoran los avances de autores como Angus Deaton, quién no solo ha mostrado las dificultades de medición de fenómenos como el que no acá nos ocupa, sino que también ha señalado que éste es resultado ya sea del proceso de innovación – normal y necesario – en cualquier economía o de las decisiones políticas. En el primer caso, éste es de corto plazo. En el segundo, de largo. El primero no genera insatisfacción en las personas. En segundo, sí por ser insuperable. ¿A qué se deben los niveles de desigualdad en países como Estados Unidos? ¿A qué se deben los niveles en América Latina?
Esa falta de enfoque parece ser intencional: dejan de lado esta cuestión porque su objetivo no es discutir el tema sino promover un Estado con mayor capacidad de intervención en la economía con fines redistribucionistas. Pero si se encontrase que ésta es resultado, precisamente, de la acción estatal, ¿qué les queda?
Un tema que me llamó es la atención es la explicación que le dan los autores a la relación entre desigualdad y crimen. De un lado, dicen que una mayor desigualdad puede generar mayor competencia y ésta lleva a mayor criminalidad. ¿Cómo así? ¿Por qué la competencia genera mayor criminalidad? Parece que los autores confunden dos términos: competencia y rivalidad. Ellos hablan de rivalidad, pero ésta se presenta cuando hay escasez. Es decir, lo que señalan podría ser resultado de la pobreza, pero no necesariamente de la desigualdad.
De otro lado, dicen que la mayor criminalidad puede deberse a que las sociedades más desiguales tienen menores tasas de confianza. ¿Por qué se puede afirmar eso? ¿Cómo la miden? ¿No hay acá, claramente, un problema de reversión causal? ¿Es la falta de confianza una de las causas de la criminalidad? ¿En qué sentido?
Todas las anteriores preguntas – y no solo en este tema – sin respuesta.
No obstante, y lo peor de todo, es que el columnista concluye diciendo que éste debería ser un tema de campaña. Al fin y al cabo, en su narrativa (con sesgo de confirmación y todo, a partir de la selección tendenciosa de evidencia) el asunto amerita mayor intervención del Estado. Siempre, con cualquier excusa y sin importar sus consecuencias.