Prostituir adolescentes haitianas en orgías con dinero de ayuda humanitaria –y ocultar numerosos casos de acoso sexual a menores por su personal en Europa– mostró a Oxfam como lo que realmente es: una estafa moral. Pero lograrán que se considere políticamente incorrecto recordarlo. Y desde su muy falsa superioridad moral pontificarán de desigualdad. Repitiendo falsedades estadísticas, factuales y causales. Es el papel –y el privilegio– de los idiotas útiles en un mundo que se aleja realmente de la pobreza. Pese a los esfuerzos de todo el variopinto socialismo actual para hundirnos en la miseria. Y reinar sobre ella.
Mi país, Venezuela, es buen ejemplo. La política populista distributiva en un marco de creciente radicalización del socialismo –la que dilapidó una coyuntural bonanza petrolera al tiempo que destruía el previamente debilitado aparato productivo– fue aplaudida –en mayor o menor grado, y en uno u otro momento– por todo el espectro político, intelectual y artístico socialista del mundo. Oxfam la presentó como modelo a seguir. Y con esa política, aplaudida por propagandistas de la mentira socialista, sin cambiar un punto o una coma, llegamos a la mayor hiperinflación del planeta en nuestros tiempos. Venezuela está al borde de la hambruna por las políticas que los propagandistas del socialismo defienden.
Es lógico que ignoren olímpicamente la reducción real de la pobreza, recurriendo al fantasma de la desigualdad. Porque (excepto en los pocos casos que siguen sus recetas) la pobreza en el mundo cae a un ritmo vertiginoso. Nuestro mundo crece y sale de pobreza mediante la extensión –todavía tímida y ambivalente– de la propiedad privada y el libre mercado. El mundo es más libre y más capitalista –no lo suficiente– pero mucho respecto al pasado inmediato. Por consecuencia de ser más capitalista, es mucho menos pobre nuestro mundo. Y por consecuencia de ser mucho menos pobres nuestros tiempos, son más desiguales. Decía el cantante de Rock punk disidente cubano Gorky Águila que en el socialismo hay tanta igualdad que todos somos igual de miserables.
Con 80% de pobreza y más de 50% de pobreza extrema, Venezuela es hoy uno de los países más igualitarios del planeta. Cada día somos más iguales en la miseria. La nomenclatura tiene sus privilegios. La corrupción sus fortunas mal habidas. El delito sus fueros. Y el mercado negro es lo único que asegura la sobrevivencia de muchos que sin él morirían de hambre. Es lo usual –mal o bien oculto y en mayor o menor grado– en toda revolución socialista. Pero la riqueza y privilegio de los pocos que reinan sobre la miseria de muchos se diluye estadísticamente en esa pobreza sobre la que imperan. La pobreza masiva es lo único que garantiza la máxima igualdad materialmente posible. Y el socialismo revolucionario lo único que garantiza la rápida imposición de la pobreza masiva.
Nunca en toda la historia de la humanidad tantos miles de millones habían abandonado la pobreza como ocurrió en la República Popular China entre 1980 y la actualidad. Y sigue ocurriendo. Si el mundo es cada vez menos pobre es principalmente porque la muy modesta y ambivalente política de concesiones a la propiedad y el mercado, en gigantes como la R.P. China e India, cambió para mejor la producción, el consumo y la riqueza en todo el mundo. Y el coeficiente Gini de la R.P. China pasó de 0,16 en 1980 a 0,55 en 2014, reflejando el paralelo aumento de desigualdad. Salen de la pobreza de cientos a miles de millones. Y lógicamente crece la desigualdad. No podía ser de otra forma.
En Sudáfrica, la desigualdad de ingresos aumentó tras desmontarse el apartheid. La desigualdad económica bajo el apartheid se relacionaba con la institucionalización legal de la discriminación racial. Que creciera al concluir el apartheid se debe a que –pese a las pésimas políticas económicas del CNA– a los negros talentosos se les abrieron oportunidades antes literalmente prohibidas. Parte de la mayoría negra ha prosperado. Unos mucho y otros poco. Lo que puede cambiar y para mal con la creciente radicalización del socialismo en el poder en Sudáfrica. Quienes hoy gobiernan parecen dispuestos a arrojar al país al mismo abismo de su vecino Zimbabue. Con lo que se hundirían en la muy igualitaria miseria generalizada.
Que la igualdad se alcanza mediante la miseria no es nuevo. En The Great Leveller, Walter Scheidel, señala como grandes reducciones de desigualdad económica se han alcanzado únicamente tras terribles pandemias, prolongadas guerras y revoluciones sangrientas. La Peste Negra mató poco más de un cuarto de la población de Europa. Lo que ocasionó una gran reducción de desigualdad. Y –pese a la forzosa reducción de mano de obra que causó un alza de jornales– el nivel de vida cayó. La gran reducción de población incrementó la igualdad mediante la pobreza.
Hay desigualdades económicas que son producto de la institucionalización de injusticias por el poder político y la legislación. Desigualdades injustas. Y esas, retroceden, una tras otra, donde quiera que los valores culturales de occidente prevalezcan. Pero –en libertad e igualdad ante la ley– otra desigualdad crece cuando que se reduce la pobreza. Es resultado tan inevitable como deseable de la mayor diversidad que hace posible la riqueza.
Las personas no somos iguales. Diferimos en talentos, inclinaciones y capacidades. Diferimos en fines y medios. Y por ello diferimos en resultados. Y aunque se disfrace de justicia –y se oculte tras las desigualdades injustas que subsistan– La lucha ideológica contra toda desigualdad –en medio de la mayor reducción global de la pobreza de la historia– es otra hipócrita mentira de una envidiosa ideología criminal.