Aunque en la calle “la grieta” hizo estragos, en las cúpulas hubo acuerdo. Implícito, seguramente, pero acuerdo al fin. Si bien las familias y los grupos de amigos en Argentina se partieron por diferencias políticas supuestamente irreconciliables, Mauricio Macri y Cristina Kirchner tenían sus acciones en la misma empresa (que tenía bien segmentado al mercado).
Más allá de las divertidas anécdotas entre la “loca” y el “machirulo”, lo cierto es que Cristina, que vuelve por la puerta grande, en 2015 salió por la de servicio. Aunque siempre contó con su tercio en la opinión pública a favor, la actitud de CFK de evitar una transición ordenada fue una vergüenza institucional, acorde a una Argentina adolescente. Cabe recordar que la exmandataria renunció un día antes ante la presidencia previsional del senado, para no tener que felicitar a Macri el día de su asunción en el acto oficial.
Pero apenas asumió el actual presidente, Mauricio invitó a bailar un vals a Cristina y la exmandataria aceptó gustosa. Claro que el último segmento de la pieza era un duelo a muerte, pero el trayecto había que recorrerlo juntos. Los que crecimos en la década del ochenta recordamos el clásico juego del Double Dragon, donde los dos participantes transitan todo el juego en conjunto, pero ambos saben que espera la confrontación entre ellos al final. Como decía Highlander, al final, “sólo puede haber uno”. Pero mientras tanto, todas las alianzas son válidas para los intereses en común.
Los casos de corrupción, la sospechosa muerte del fiscal Alberto Nisman, la prepotencia gubernamental y el autoritarismo generalizado hicieron que Kirchner sea, por entonces, una rara especie de muerta política (o casi). Rara porque fue la supuesta muerta política con mayor caudal de votos en la historia, con la posibilidad de liderar una oposición atomizada. Pero, más allá de eso, no le daba el cuero para ganar una elección ni por casualidad. Para 2017 ni le alcanzó para imponerse en la provincia de Buenos Aires, su distrito más fuerte. Su capital político era importante, claro, pero estaba imposibilitada de conseguir cualquier mayoría.
Ante esta circunstancia particular, el macrismo, que había venido supuestamente para limpiar la política de malas prácticas, cayó en todos los peores vicios juntos. Sin embargo, ejerciendo el poder, los desarrolló hasta con mayor solvencia y efectividad de lo que nos tenían acostumbrados el peronismo y el radicalismo.
La estrategia, muy evidente ante los ojos de todos, fue simple: confrontar, polarizar y posicionar a Cristina Fernández como la villana perfecta para el electorado propio e independiente. Aunque entre 2015 y 2017 Kirchner no tenía fueros, la justicia (de claros principios oficialistas históricamente) no la molestó en lo más mínimo. Una vez que obtuvo su banca en el senado por la primera minoría en el distrito bonaerense, empezó el circo judicial. Aunque era evidente que Miguel Ángel Pichetto (hoy macrista) no le iba a soltar la mano con el desafuero, la justica le daba la tapa de los diarios a los medios todos los días. Causas, procesamientos, investigaciones, una batería de asuntos judiciales que no harían otra cosa que potenciar el odio de algunos y el amor de otros. Las condenas y la cárcel, evidentemente, no fueron nunca opción real.
En este contexto, la oposición no kirchnerista jamás pudo hacer pie. Macri le subió las acciones a la exmandataria, a la que convirtió en una especie de sparring conveniente. Es decir, se compró a la opositora ideal. La que oficiaría de tapón para evitar otros liderazgos, pero a la que se podría vencer con más facilidad.
Cristina aceptó el juego. No había nada que perder. Si Macri se mantenía, ella sería la máxima referente opositora, pero si el presidente fracasaba podía dar el batacazo. Así fue.
En la Casa Rosada mantenían hasta hace un tiempo la calma a pesar del desastre económico, porque consideraron que a CFK no le alcanzaban los votos para ganar la elección presidencial. Pero la expresidente fue más hábil. Pagó un precio alto, pero la inversión rindió sus frutos. Poner a su excolaborador más crítico, que estaba tranquilamente en su casa, prácticamente retirado de la política grande, como candidato a presidente, fue la jugada más hábil de la política argentina de los últimos años.
El oficialismo quedó aturdido y no pudo evitar que una porción de votantes moderados, que jamás la hubiesen votado a ella como presidente, la toleren como vicepresidente, con tal de buscar una “salida” a la crisis económica.
El estudio anuncia la secuela
Como los incentivos, que estaban claros para finales de 2015, la situación se repite el día de hoy de manera muy similar. Macri, repudiado por la mayoría, conserva una minoría muy sólida. No por mérito propio quizás, pero pudo o supo encarnar al antikirchnerismo (aunque sea en lo discursivo) que representa a casi medio país. Al igual que CFK en su momento, el actual presidente es perfecto para Alberto y Cristina: no pertenece formalmente al radicalismo, que quedaría como el principal partido de oposición, no cuenta con armado propio, es rechazado por la mayoría (aunque no sea muy amplia) y su vigencia es el impedimento para nuevos liderazgos opositores. ¿Hay que decir cómo termina, o mejor dicho, cómo empieza esta nueva película, que no es más que una secuela?
Aunque ya pasaron las elecciones, el otro día a Alberto le preguntaron si continuaría el cepo cambiario y aprovechó para pegarle a Macri como hasta el mes pasado. Ya ganó las elecciones, pero parece que el debate presidencial continúa.
Si se reedita la sociedad, y el kirchnerismo hace todo lo posible para mantener vigente a Macri, el resto de la dirigencia opositora se verá en el mismo problema que antes. Tendrán a un único referente bajo los reflectores, que quedará posicionado casi automáticamente.
Todavía no es claro lo que hará Mauricio en el futuro. Por ahora camina la pista, pero la señora ya le hace señas para sacarlo a bailar.