El histórico economista del CEMA, Carlos Rodríguez, hace unas semanas manifestó que Argentina estaba viviendo un nuevo corralito. Es decir, la reedición del escándalo que terminó con el Gobierno de Fernando de la Rúa allá por diciembre de 2001. En aquella oportunidad, convertibilidad 1 a 1 con el dólar mediante, Domingo Cavallo llegó a la conclusión de que la única manera de salvar al sistema era prohibirle a la gente disponer de sus “pesos-dólares” físicos en medio del pánico y bancarizar electrónicamente todas las operaciones. La gente no lo aceptó y el peronismo terminó volteando al Gobierno de la Alianza. Claro que con Eduardo Duhalde los pesos convertibles no aparecieron de la nada porque no había posibilidad de emitir sin ingreso de dólares de respaldo. La gente al final tuvo sus billetes en la mano, pero muy devaluados… lógicamente. El “1 a 1” pasó a ser “4 a 1” y la pobreza trepó a medio país.
En la mañana de ayer pude conocer de primera mano el corralito al que hizo justa mención Rodríguez cuando empezaba la cuarentena y los bancos estaban cerrados. Luego de tramitar un turno recibí un correo electrónico que decía que podía ingresar al ICBC de mi barrio en la mañana del jueves. La cita era a las 10 en punto, a la cual asistí con mi barbijo improvisado y el nerviosismo de un encuentro romántico adolescente. El guardia de seguridad, devenido en autoridad sanitaria, me tomó la temperatura y no me dejó ingresar hasta que el termómetro láser marcó los 36 grados que certificaron que no soy una amenaza biológica.
Una vez adentro… la experiencia norcoreana. Ya en la semana había tenido la aventura cubano-venezolana al buscar con poco éxito un cuaderno. No importaba si la tapa era dura o blanda, si tenía renglones o no… necesitaba algo para tomar apuntes con mi cursada online de sommelier. Por ahora el vino se consigue, gracias al cielo. En Ciudad de Buenos Aires, claro. Hay intendentes bonaerenses con ideas de “ley seca” en la cabeza en más de un distrito. Los supermercados no tenían ya nada parecido a lo que necesitaba y los quioscos-librería repetían la misma historia: “ya no entregan los proveedores”. Claro que en toda esta historia hay más de control de precios, inflación e incertidumbre empresarial que coronavirus. Finalmente me traje un pintoresco cuadernito rosa de una farmacia, que pagué bastante caro. El modelo estético no le hace mucho honor a mi masculinidad, pero… somos liberales ¿no?
La visita al banco me recordó el paraíso socialista de los Kim por varias cuestiones. Era el único usuario dentro de un local enorme y todos estábamos nerviosos. Tanto los empleados como el cliente nos sentíamos en falta y el clima era tenso. Seguramente estábamos haciendo algo prohibido sin saberlo. La escena me recordó a los turistas que documentaron algo de sus visitas en los hoteles semivacíos de Pyongyang.
De las 17 cajas atendía una sola, la 16. Yo estaba con mi número en mano, pero no había nadie más en el salón de espera. La gente que tuvo la suerte de conseguir un turno para el día, aguardaba fuera, metro y medio de “distancia social” entre cada uno. En un momento escucho: “señor Duclos, caja 16”. Me pareció algo redundante porque yo era el único cliente autorizado en espera y no había otra caja disponible. Un “adelante” podía haber sido más práctico.
Si la manipulación de cerrar los bancos para que la gente no cambie sus pesos por dólares en el mercado negro era digna de ser llamada “corralito”, lo que me encontré en la caja 16 fue con el “corralón”. “Buen día, quisiera retirar el depósito de mi sueldo de la caja de ahorro, por favor”. “No, no puede. El Banco Central no permite operaciones por caja, tiene que retirar por cajero automático”. O sea, los bancos estaban abiertos, había que sacar turno, hacer cola, poner la frente para el test de temperatura y se podía ingresar. Sin embargo, el monopolio monetario argentino dictaminó que yo no tengo derecho a tener en la mano mis pesos devaluados.
Mientras caminaba hacia el cajero automático, en lo único que pensaba era en esa botella de Felipe Rutini que no me decidía a comprar y que encargaría apenas llegara a mi casa. Una especie de lujo permitido que me pueda devolver algo de la dignidad perdida durante la mañana. “¿Cuánto puedo sacar por acá?”, le pregunté al seguridad-sanitarista y ahora también bancario. “Hasta 30 mil pesos, señor”. Es decir, poco menos de 300 dólares, si consigo algún “arbolito” con el que pueda cambiar, en un nuevo acto de ilegalidad a la que me somete el Estado argentino. Ingreso el número en cuestión y la máquina me dice que no cuenta con fondos como para abastecerme de tanto dinero. “Bueno, vamos con menos”, pienso. La segunda opción fueron 20 mil, pero también fue demasiado ambicioso parece. Finalmente retorné a mi encierro con 10 mil pesos, que necesito para tener en el bolsillo ante alguna eventualidad. Transformarlos en 100 dólares es un lujo que no me puedo dar, aunque la semana que viene pasen a ser 90 u 80.
Resumiendo: si un argentino pierde su tarjeta de débito muere por inanición.
El Gobierno de Alberto Fernández consiguió utilizar la pandemia y la cuarentena para una manipulación maquiavélica. La gente no solamente no puede liberarse de sus pesos, sino que todas las compras que se realizan en la moneda nacional deben ser blanqueadas. Es decir, pagan todos los abusivos impuestos que el Estado determina. No hay forma del acuerdo en efectivo que pueda esquivar al menos un poquito de la abusiva presión fiscal del autoritarismo gubernamental nacional.
De esta manera, Alberto consiguió el sueño más húmedo de Macri y Sturzenegger. Algo que mediante la sugerencia e insistencia nunca pudieron lograr en la gestión anterior: la bancarización total de la pobre economía argentina. El Gobierno actual lo consiguió por las malas.
Si el macrismo por continuidad fue digno de ser llamado “kirchnerismo de buenos modales”, la administración actual, que todavía no ha ofrecido tampoco cambios sustanciales a la anterior, bien podría ser denominada “macrismo de malos modales”.