Ya es dieciséis de octubre. Hace minutos —esto se redacta en la madrugada— la dictadura volvió a exhibirse. Nuevamente demostró de qué es capaz.
Por años los venezolanos nos hemos aferrado a una farsa. A una ilusión. Una continua negación de la realidad para disfrutar de la felicidad, por más efímera que sea. Es noble, ciertamente. Jamás se podrá dudar de la candidez de esta sociedad. Pero es momento de asumir la realidad. Y la dictadura, afortunadamente, nos ha brindado una nueva oportunidad.
No estuve de acuerdo con la participación en las elecciones regionales. Aunque me gané fuertes hostilidades, lo vuelvo a decir: no voté. Son muchas las razones, la mayoría expuestas aquí. Otras, entendidas con el tiempo, cuando el proceso se hizo cada vez más inadmisible y la campaña alrededor, más repugnante. Pero se comprende el sentimiento. De hecho, se entiende más a quien decidió votar con pocos argumentos, que al que decidió no hacerlo, igualmente por escasas razones.
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No me arrepiento. Fue simplemente la expresión de ideas que son coherentes con la realidad: esto es un régimen totalitario, mafioso y narcotraficante. Criminal. Y la democracia, solo una ficción que ellos mismos nos ofrecen para deleitarse de evidentes beneficios. Una farsa.
Al final se decidió participar y ocurrió lo inminente. Aquello que, aunque todos lo esperábamos, la mayoría prefería ignorar: nuevamente hicieron lo que quisieron. Adjudicaron seis gobernaciones a la oposición y se quedaron con el resto. Así. Ofreciendo una cifra —quizá inventada—. Todo en medio del más dantesco e innecesario circo.
Este quince de octubre Maduro triunfó, no electoral sino políticamente. Un triunfo estruendoso. La sonrisa es burlesca y de oreja a oreja. Mientras, la oposición deberá avanzar en el oscuro y engorroso proceso de comprobar un fraude y, además, ser escuchados —lamentable, porque desde un principio se pudo argumentar la ilegitimidad del amañado proceso para continuar con ruta adecuada y aferrarse a esta—.
Todos sabemos qué ocurrió. Quizá la comunidad internacional entera lo comprenda también; pero frente a ese escenario no es mucho lo que se puede hacer. No hay a quien denunciar para que actúe. El mundo se tardará en reaccionar. No esperemos, jamás, la misma condena de los amigos de las democracias de la región, como hubo cuando con la Constituyente. Al fin y al cabo, a pesar de las advertencias, se decidió el sometimiento a un proceso viciado y humillante, con condiciones inadmisibles.
No pretendo acá ufanarme de la trágica realidad cuando todos hemos sido ultrajados y gran parte de la sociedad fue estafada. Pero hoy debemos confrontar la realidad y eso, de alguna manera, entusiasma. Aquellos quienes subestimaron la naturaleza del régimen y los que padecían en un ambiente repleto de atontados. Todos por fin debemos coincidir.
Esto, sin duda, fue un trompazo. Baño de agua fría. Trágico y doloroso. A pesar del circo de sufragistas que se impuso por varias semanas, no hay excusa para la somnolencia. Finalmente acabó la embriaguez electoral y podemos confrontar la realidad. Aquella que se impone y es criminal. Que no presta atención a candidatos y a espacios: ciudadanos huyendo desesperanzados de su tierra; niños, jóvenes y abuelas muriendo en hospitales por falta de insumos; destrucción de la clase media. Una sociedad que muere paulatinamente mientras el sistema totalitario se fortalece con victorias políticas frente a errores intolerables —fallos que deberían acarrear un costo adecuado—.
Hay otra realidad, y la que más debe pesar: la libertad, lamentablemente, no la lograremos recuperar por la vía electoral. Es idiota e irresponsable —hasta criminal— insistir. El costo, inmenso: en vidas y en ciudadanos que abandonan su tierra. Es en familias destruidas, por la muerte y el exilio. También por la opresión. Pero no es de hoy. La alternativa electoral no fue dilapidada este quince de octubre. Hace meses, cuando destruyeron el revocatorio, esa dejó de ser la vía. Ratificaron eso en marzo, cuando disolvieron el Parlamento. Y luego en julio, con el vil crimen de la derogación definitiva de la República.
Ahora la esperanza se deposita en ese entendimiento. En la comprensión de la realidad y, en consecuencia, esbozar una verdadera hoja de ruta. Aquella que se ajuste a la coyuntura y que responda a los millones de ciudadanos que lo han dejado todo por su libertad.
¿Habrá valido la pena tanta discordia? No creo. Pero es momento de reunir voluntades en torno a principios y objetivos. Es el momento de la responsabilidad. De imponer la agenda y dejar a un lado la ruta de la dictadura, que es la ilusión electoral.