Sincronizados, todos, nos emocionamos. En las pantallas del medio VPI estaba ocurriendo lo que llevábamos semanas deseando. Y fue, entonces, la muestra de coraje más grande que ha blandido un político venezolano. De espaldas al régimen y de espaldas a aquellos, dentro de la oposición, que solo quieren el fracaso de cada iniciativa valerosa. En ese momento escribí: “Al juramentarse, Guaidó se convirtió en el mayor torpedo que, en veinte años, se le ha asestado al chavismo. El game changer. El gran hombre. Ese que necesitaba Venezuela y que siempre requiere la historia para torcerla y forjarla”.
Hoy es 31 de mayo y van más de cuatro meses de aquel histórico momento. En un artículo que acaba de publicar, el periodista Daniel Lara Farías lo apunta: “Pero hoy hay una verdad que ningún Jorge Rodríguez ni ningún Ravell pueden desmentir: se acabó mayo, llegó junio y Maduro sigue en Miraflores y Guaidó sigue reivindicándose presidente interino”.
Mezquino aquel que reste méritos a Juan Guaidó. El hombre es una estrella. Fenómeno indiscutible, de proporciones americanas. Portada de revista en México, Argentina, Colombia y Estados Unidos. Personaje de TIME, de GQ, de muchas otras. Pero no han sido logros estéticos, frívolos, los que lo asoman por los kioscos del mundo. El hombre es una estrella porque se ha convertido en la representación, retrato vivo, de la esperanza de todos los venezolanos en lograr su libertad. Guaidó es, hoy, la gran oportunidad. La plataforma que tiene el mundo para librarse de ese tirano que ha contaminado y destruido el continente.
No obstante, como todo ser vivo, ante el peso implacable del tiempo, de un contexto favorable que se va desmoronando, se degrada. Y detrás de una agostada presencia parecen estar los mismos de siempre. Esos que llevan, no veinte años, sino décadas, muchas décadas, conspirando para que Venezuela jamás deje de ser una cantera de oportunidades para pocos, privilegios para poco, plata para pocos, petróleo para pocos.
En medio de la euforia por el coraje, se alzó la esperanza. Y, entonces, nació la convicción, profunda y obstinada, de que Juan Guaidó estaba capitaneando un proceso que naturalmente derivaría en la concreción de ese mantra de tres pasos que izó como bandera. Él, acompañado por el mundo, pero él, lograría que cesara la usurpación. Era cuestión de días.
Pero dejamos atrás el 23 de febrero, cuando la ayuda humanitaria que entraba sí o sí, no lo hizo. Y dejamos atrás el 30 de abril, cuando amanecimos con la promesa de que el país estaba cambiando, de que las celdas se abrían y volvía la libertad. Error tras error que hoy parecen condenarnos, nuevamente, a aquello que se prometió que no se haría —nuevamente—.
Las iniciativas europeas, ingenuas y peligrosas, hallaron eco en el Gobierno de Juan Guaidó. Como si de este lado del Atlántico no hubieran senadores republicanos, con vasta influencia, pidiendo estacionar un portaaviones en La Guaira para emplazar militarmente al régimen de Maduro; o el presidente de la gran nación del mundo no hubiera blandido eso de que todas las opciones siguen sobre el mármol; y aquello no hubiera sido ratificado por el mismo almirante del Comando Sur en un tuit que lanzó como bala precisa; o como si de este lado del océano no estuvieran los verdaderos y necesarios aliados, los que al final del día sufren las consecuencias devastadoras de la existencia del chavismo y los únicos que pueden ser persuadidos para utilizar la única herramienta que realmente podrá sacar a los malos de sus casas.
Y así, contrastando inmensamente con los discursos triunfalistas que se soltaban en aquellos días de febrero y enero, vuelve a aparecer la desacreditada, muy odiosa, palabra «diálogo». No en boca de los autores, claro, porque mencionarla, siquiera, se transforma en ritual japonés de suicidio. A estos no les gusta clavarse sables, pero igual juegan con la espada.
El encuentro en Noruega ha tenido unas consecuencias catastróficas para la credibilidad de la presidencia de Juan Guaidó. Escribirlo, aunque sea pensarlo, pesa. Pesa en la espalda reconocer que, cuatro meses después de andar por la calle, dar pasos con el cuello erguido, nimbado de alguna sensación indescriptible de esperanza, hoy esté uno percibiendo que el entusiasmo se ha deshinchado. Que la oportunidad está, pero se pierde.
Son las experiencias las que obligan, a cualquier sensato, a mirar de reojo. Fueron el diálogo de Gaviria en 2003. El del 2014, en Miraflores; el del 2016 con el Vaticano y el 2017 y 2018, en República Dominicana. Fueron otros encuentros. Fueron que en cada uno de ellos las consecuencias fueron las mismas: dilatar la tragedia, robustecer al régimen y desgastar a la oposición venezolana. Y siempre, ineludiblemente, las consecuencias serán las mismas.
El contexto hoy pudiera ser diferente, las condiciones han cambiado y el Gobierno de Juan Guaidó, avalado por el mundo democrático, tiene una fuerza que jamás ha tenido algún otro factor opositor. Pero aunque el mediador haya cambio, como las condiciones del encuentro, nada podrá prosperar mientras uno de los actores, el principal, el que tiene que ceder, siga siendo el mismo de hace dieciséis, cinco, tres o dos años: una asociación criminal cuya existencia depende de mantener secuestrado el poder, de talante totalitario y vocación homicida.
Entendiendo el costo político que asumía, que no era probable que prosperara, es difícil determinar la razón por la cual Juan Guaidó terminó sumergido en esa aventura escandinava. Sé que la iniciativa nació en la mente del padre de Leopoldo López y que a otros partidos les gustó la idea de pasear al borde de los fiordos.
Al final, el hermetismo innato a estos procesos ha impedido armar la historia. Pero hay una realidad, dibujada bien por Daniel Lara Farías en su artículo, soleada hace unos días por el brillante Héctor Schamis en otra nota y palpable en cada esquina de ese mundo áspero de las redes sociales. Hay decepción. Hay desconfianza y disgusto. Mucho disgusto. Porque las torpezas, así como las mentiras, son difíciles de digerir cuando pasas del júbilo total, del que ya saborea la victoria, al desánimo.
Quizá un medidor preciso de la temperatura sea el brillante y agudísimo periodista Jaime Bayly. Antes defensor templario de Juan Guaidó, terminó reconociéndolo: “Estoy decepcionado”. Ha desmantelado cada argumento para embarcarse en esa insensatez nórdica y confrontó al, también brillante escritor, Moises Naím.
En una entrevista, el periodista Naím trató de defender la decisión del Gobierno de Juan Guaidó de acudir a Noruega, con lo siguiente: “Respeta a un tipo que tiene una opinión diferente. Guaidó opina que valía la pena hacerlo. Conversó y no funcionó y se retiraron”.
Bayly no escondió la irritación. Imposible ocultarla.
Al país nórdico fue Jorge Rodríguez. También estaba el canciller ilegal del dictador, Jorge Arreaza. Anteayer, 29 de junio, el Gobierno de Guaidó anunció lo previsible: fracasó el diálogo. Pero, siendo los Jorges emisarios de Nicolás Maduro, no había otra posibilidad —eso si toda negociación partía de la condición inamovible de respetar el mantra de tres pasos que iniciaba con acabar la usurpación—.
Había que intentarlo porque el «no» a Noruega era impensable, dicen. Pero, cuando el tiempo se cuenta en vidas, en neonatos que mueren en hospitales, cuán loable es ir, de un lado al otro, tanteando maniobras que naturalmente terminarán fracasando.
Sin hablar de las alternativas, que las hay, lo éticamente adecuado, moralmente tolerable, es no andar ensayando con opciones que, sabemos, serán frustradas. Pero, más grave aún, quizá lo más peligroso, es que la irreflexión mina y sabotea la credibilidad del presidente Juan Guaidó —y, en consecuencia, lo expone ante las fauces de la fiera, lo vuelve un objetivo fácil—.
Haya habido o no acuerdo, el daño en la imagen del Gobierno de Guaidó está hecho. Los encuentros, por la experiencia anterior, han deteriorado parte de la confianza de la ciudadanía en su presidente. Solo Juan Guaidó puede recuperar el apoyo.
El régimen entiende bien la hipersensibilidad de los ciudadanos ante los procesos de diálogo en Venezuela. Desde 2014 han utilizado las experiencias para ir deteriorando los liderazgos opositores. No hay individuo que no se haya sentado y que no haya pagado el costo político.
Desde que el régimen filtró los encuentros nórdicos, la élite política chavista no se ha sacado de la boca las palabras «diálogo», «noruega» y «elecciones». Cada frase, como dardo, mina la confianza de la ciudadanía en una dirigencia que se sentó, pero que no ha sido transparente.
Súmele a ellos las bochornosas torpezas de una administración novata, desordenada e imprudente. Declaraciones que se desmontan fácilmente, mentiras, falta de transparencia, un documento pésimamente redactado. Galimatías. Enredos.
Pero el revés no establece que el fracaso sea inminente. El optimismo no se ha transformado, aún, en pesimismo. En la seguridad de que la oportunidad se extravió. Muy lejos de eso. Aún está allí, abierta, la posibilidad de rescatar a Venezuela.
El triunfo de Juan Guaidó es nuestro triunfo. Es, también, la única oportunidad institucional de la región. El régimen busca desgastarlo y, por ello, lo compromete en aventuras que ineludiblemente lo degradan.
Ha sido Oslo contra el fenómeno de Juan Guaidó. Esa estrella que aún resplandece pero que algunos desean verla oscura. Y qué mejor manera de que sea el mismo presidente el que rompa el vidrio para usar el extintor.
Deténganlo.