Es Navidad, también en Venezuela, aunque aquí no lo parece. Es curioso, porque la Navidad venezolana probablemente era la más ruidosa del mundo: mientras en la mayoría de los países se cantan algunos villancicos, se asiste a las misas de Gallo (de noche), y se come en familia, las fiestas decembrinas en Venezuela eran una cosa estruendosa, en medio de miles de fuegos artificiales, música a todo volumen que salía de la mayoría de los hogares y millones de personas comprando en las calles y los centros comerciales, con un festival gastronómico que probablemente no tuviera parangón en la mayor parte del mundo.
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Una cena navideña venezolana constaba, al menos, cuatro platos fundamentales; La infaltable hallaca, el pan de jamón, la ensalada de gallina (para quienes no la conozcan, pueden usar como referencia la “causa” peruana) y un pernil de cerdo bien asado. Todo eso regado con whisky, cerveza y/o vino, y una mesa de postres equivalente, entre ellos la muy tradicional torta negra de Navidad, hecha con frutos secos macerados en licor, y el turrón, que no es venezolano sino español, pero que no faltaba en una mesa en esta época.
Venezuela es hoy un silencio, un rostro macilento, en el que no se puede hacer hallacas porque no hay harina de maíz, no se puede hacer pan de jamón porque no hay harina de trigo, no hay cerdos porque a punta de importaciones el Estado mató la producción nacional, y no hay azúcar para hacer tortas. Por encima de todo eso, no hay dinero para comprar nada de lo anterior: un mercado para un mes le cuesta a los venezolanos 17 salarios mínimos y las misas de gallo se hacen al amanecer, por miedo a la delincuencia.
Este fin de semana era el de hacer hallacas en mi casa, y me encontré a mi mismo no solo no haciéndolas, sino rindiendo con fororo el único paquete de harina de maíz que me queda, para hacer arepas. Al menos tengo la suerte de no estar pasando hambre. Ya son ocho de cada 100 venezolanos los que comen de la basura, y más de la mitad, los que se acuestan sin comer. Por supuesto, esto hace que sean seis de cada diez los que quieran irse de Venezuela.
Fui a comprar algo para no pasar una Navidad tan triste. En el hipermercado llené medio carrito y gasté mi sueldo de un mes. Y no había proteínas en ese mercado. En proteínas (carne y pollo) me gasté otro salario mensual. Y no tengo un salario mínimo. El que tiene un salario mínimo, sencillamente, no puede comer.
Ver los rostros de la gente al comprar es una experiencia perturbadora. Entre la rabia y la privación. Confieso que voy mirando caras mientras compro. Hay una especie de tranquilidad del desesperado, como diría Rubén Blades; voy tratando de averiguar quién está pasando hambre y quién no. Para mi preocupación mayor, creo que la mayoría de la gente que veo tiene hambre. Algunos te lo dicen: “ayúdame, cómprame algo”. Y uno trata de ayudar a algunos, pero obviamente no puede ayudarlos a todos. La gente toca los productos de comida como si los añorara. Luego mira los precios y los vuelve a dejar en las estanterías.
En medio de este problema está el Gobierno más sordo y ciego que haya conocido Venezuela, que no es poco decir. Lo ocurrido la semana pasada en diversas ciudades del país (y que muchos han calificado, en una frase redonda, de “estallido antisocial”) es solo un globo de ensayo de lo que puede venir. Pero Nicolás Maduro, que hace las veces de presidente, y quienes hacen las veces de ministros, solo pueden apelar a las jugadas de rutina, a una felicidad que no tiene nada que ver con lo que se vive en la calle:
https://twitter.com/VillegasPoljak/status/811916328504324096
Luego fui a un barrio popular, a llevar a una amiga. Normalmente, un 21 de diciembre es una fiesta en la calle, como el 20 y como el 22 y como todos los días hasta Año Nuevo: un hervidero de gente, motos, reproductores de sonido, botellas de cerveza y escándalo. Debo decir que me sorprendió la soledad y el silencio.
En Caracas, en general, no se oye hoy ningún fuego artificial, porque para más, los más pobres, aquellos cuya economía dependía de que se moviera el efectivo (porque mayoritariamente se dedican a la economía informal) han recibido un golpe mortal como consecuencia de la eliminación del billete de 100 bolívares por parte de Maduro, una medida que es el epítome, el ejemplo, de un régimen que solo actúa cuando ya no tiene ninguna otra alternativa y al costo de un sufrimiento horrendo para su población.
¿Cómo acabará esto? Para mí no hay más respuesta que un estallido social. O eso o una desesperanza tan grande que consolide en el poder al rey de un país de zombis, como decía el New York Times sobre Venezuela hoy: Una economía zombi.
Porque en el momento, además, que más se necesitaba una oposición cohesionada y liderando la protesta social, a los dirigentes de la misma les dio, por enésima vez, por mirarse el ombligo y musitar un salmo, dejando al país a su suerte no solo por parte del Gobierno, sino también de quienes, en teoría, encarnan la esperanza de un cambio.
Y si bien es cierto, como dice Henrique Capriles, que Maduro termina 2016 debilitado y tenido por dictador en el mundo entero, no lo es menos que la oposición no ha capitalizado el nuevo descontento.
El resultado de todo esto es una inmensa anomia. Y la corroboración de que la mayor miseria del socialismo es que termina destruyendo a aquellos a los que dice proteger.