Distinguir la información de la desinformación no siempre es tarea fácil. En los tiempos de “fake news” y de corrección política, cuestionar nuestras creencias – y estar dispuestos a descartarlas y reemplazarlas en caso de ser refutadas – requiere honestidad, paciencia y coraje.
En varias oportunidades he hecho referencia a la hegemonía cultural que nos domina – o pretende hacerlo. Esta hegemonía viene, muy particularmente, en formato discurso. A estos discursos tenemos acceso a diario, al punto que las etiquetas llegan ya armadas, prefabricadas, y tendríamos que hacer memoria e incluso investigar (googlear) pasa saber cuándo empezamos a usar, sin tela de juicio alguna, determinados términos. “Capitalismo salvaje”, “justicia social”, “brecha salarial” o “si no lo puede pronunciar, no lo coma” son apenas algunos de los ejemplos.
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No es mi intención mezclar algunos temas, pero me resulta difícil no hacerlo: se los viene mezclando hace ya demasiado tiempo. En las distintas marchas del 8 de marzo por el Día de la Mujer se desarrollaron, en mayor o menor medida, episodios de violencia. En Uruguay hubo quienes cantaron contra el “macho cerdo capitalista” o quienes pasearan una pancarta con la leyenda “dios ha muerto”. Cualquier intento de conectar tales temáticas resultaría al menos rebuscado, aun cuando sabemos a ciencia cierta que para conocer realmente determinados conceptos, debemos aislarlos primero para analizarlos luego.
Algo muy similar sucede con los movimientos que abogan por una “alimentación natural y libre de químicos”. En general, tales agrupaciones suelen convocar a personas del mismo perfil: seres enojados con “el sistema” que ignoran (porque quieren) que ellos son el sistema.
La creencia de que malvadas corporaciones alienan la indefensa naturalidad de los alimentos está bastante esparcida, y no sólo en los grupos fanáticos o “conspiranoicos”. La verdad, como siempre, es bastante más compleja.
No lamento comunicar que absolutamente todo tiene químicos, y un mundo (es más, un universo) sin químicos es imposible. Y lo de “imposible” va de la forma más literal que se pueda imaginar. El hidrógeno es el elemento más común, abundante del universo, del que – muy burdamente hablando – están hechas no sólo las estrellas, sino nosotros mismos, es un químico.
También lo es el oxígeno, y le será evidente al lector entender por qué lo necesitamos.
Una tendencia se ha apoderado de la opinión pública: lo natural es bueno, lo “químico” es malo. La demonización de “lo químico” acostumbra a traer de la mano postulados socialistas. Tal es el caso del afamado escritor americano, Robert Albittron, autor de “Food and Capitalism, let them eat junk”, quien afirma que las “profundas estructuras del capitalismo manejan nuestra agricultura y sistema alimenticio de manera irracional”.
Sin embargo, quienes ven las ganancias de tales creencias, no son Coca-Cola o Pepsi, sino aquellas tiendas cool que aseguran vender alimentos orgánicos o sin químicos. Reitero que no existe tal cosa. Todo alimento, desde una manzana a foie gras, tiene químicos. Nuestro cuerpo no sólo los tiene, nuestro cuerpo es químicos.
En la misma línea de acción, eso de “alimentos orgánicos” puede ser bastante engañoso: “orgánico” es aquello que no hizo uso de fertilizadores sintéticos o pesticidas, pero es necesario hacer énfasis en el término “sintéticos”: se siguen usando tanto fertilizadores como pesticidas, y éstos (naturales) no son, por defecto, mejores, ni para la salud del individuo y ni siquiera para el medio ambiente – más información aquí.
El argumento de lo “natural” no es más que una idealización, un romanticismo: no todo lo natural es deseable o positivo. O digno de ser preservado. Me recuerda a una viñeta que mostraba a dos hombres hablando en un avión que cruzaba el Atlántico. Uno le decía al otro “la homosexualidad no es natural”, sin siquiera entender la contradicción.
Por supuesto que no estoy afirmando que una hamburguesa con tocino sea más saludable que una ensalada. Lo que estoy diciendo, y esto es pura ciencia, es que la hamburguesa y la ensalada tienen químicos.
Es más, hasta la demonización de los alimentos genéticamente modificados (GMO) y transgénicos ha demostrado ser exagerada. A mediados del año pasado, más de 100 ganadores del Nobel en distintas áreas escribieron una carta abierta a Greenpeace instando al organismo y a sus seguidores a reconsiderar sus posturas sobre los GMOs y transgénicos. Sus razones son, asimismo, comprobables: éstos reducen la hambruna y el desempleo en agricultores independientes.
Estas tiendas cool mienten, engañan o, casi tan malo como lo anterior, ignoran hechos científicos. Bien podrían decir sus etiquetas “sin químicos agregados” o similares, pero, con toda malicia, eligen mentir.
Y hay también un público, en toda justicia, que mezcla ideología con ciencia, con cómo nos vestimos o, en este caso en particular, con lo que comemos. Aún sobran las propuestas para no vender alimentos “con químicos” o procesados (casi todo lo es) en escuelas.
Estamos muy lejos de entender la complejidad de las distintas áreas de la vida. El fundamentalismo, la corrección política y las modas no nos permitirán avanzar en ese sentido.