México va en caída libre cuando de índices de corrupción se trata y presenta un puntaje de 29 puntos de 100 posibles, donde cero es la medida asignada al país más corrupto y 100 al más transparente. Esta “honrosa” puntuación nos coloca en el lugar 135 de 180 países evaluados por la organización no gubernamental “Transparencia Internacional”; una vergüenza absoluta.
Los cientos de miles de obras públicas adjudicadas a proveedores fantasma por acuerdos políticos o compadrazgos personales, escándalos como “la estafa maestra” o la “casa blanca” de Peña Nieto, el surgimiento mediático de nefastos personajes como Javier Duarte, la opacidad con la que se manejan crisis como la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, situaciones inexplicables como las “ligas” de Bejarano o la construcción de millonarias naves industriales en Querétaro por funcionarios gubernamentales de medio pelo; todos son síntomas de la falta de transparencia y la impunidad de la que gozan aquellos que no dudan en enriquecerse de manera ilícita a costa de terceros utilizando mecanismos estatales para jugar a su favor.
Políticos demagogos como Andrés Manuel López Obrador no se equivocan en el diagnóstico cuando afirman que la corrupción es un cáncer que está corroyendo los tejidos más sensibles de la sociedad mexicana (aquí debo mencionar y aclarar que personalmente esta es quizá la única idea con la que estoy de acuerdo con el líder de la secta política MORENA); en lo que sí se equivocan rotundamente es en el antídoto que proponen.
Según algunos, basta con la llegada de un solo ser puro, incorruptible y sin intereses económicos personales (poco menos que un ángel caído del cielo), para terminar con el gran problema que representa la corrupción en nuestro país.
El propio Andrés Manuel ha afirmado públicamente que de hacerse con la presidencia automáticamente se erradicaría la corrupción en el país. El resto de los mexicanos veríamos en su persona y su supuesta honradez un ejemplo a seguir, contrarrestando y eliminando por completo el resto de situaciones que pudieran desembocar en actos ilegales.
Bajo esta premisa tan simplista, no importa que exista pobreza ni hambre, no importa que exista impunidad ni falta de eficiencia en la impartición de justicia, como tampoco importan los muchos incentivos económicos para irse por la vía del negocio fácil sin un verdadero sistema de meritocracia; todo lo que importa es tener un líder lo suficientemente impío como para limpiar el resto de conciencias en el país. Evidentemente, y no hace mucha ciencia para demostrarlo, la realidad es mucho más compleja.
Para algunos otros, un poco más sensatos, es necesario legislar e impulsar nuevas leyes anticorrupción y acompañarlas con la creación de nuevos organismos estatales encargados de combatirla, como la recientemente creada Secretaría de la Función Pública.
Si bien esta idea es un poco más realista, sigue siendo insuficiente; ¿realmente esperamos que los mismos delincuentes de cuello blanco jueguen los roles de juez y parte? ¿No nos damos cuenta que estas instituciones son potenciales semilleros de acuerdos extraoficiales y negocios por debajo de la mesa? ¿Qué evitaría, por ejemplo, que un millonario magnate de la corrupción pactara con el máximo fiscal anticorrupción a cambio de silencio y complicidad política?
La única salida al problema de corrupción
Solo hay un verdadero sistema anticorrupción probado y es la única salida real ante un problema tan esparcido y arraigado como el que enfrentamos actualmente en México: la reducción del poder estatal a través del fortalecimiento de la sociedad civil.
Como ciudadanos, debemos abogar y exigir la implementación de un Estado de Derecho de la mano de un gobierno con funciones muy claramente delimitadas en el cual no se ponga en riesgo todo el progreso social del país cada que se convoque a elecciones, dicho de otra manera, que sin importar quien ocupe los cargos de alto rango en la política mexicana, el camino ya recorrido y la solidez institucional del país no se vean amenazados a consecuencia de la elevada centralización del poder estatal.
Supongamos, por ejemplo, que la utopía imaginada por muchos se cumpliera y llegara al poder un presidente absolutamente limpio e incorruptible y gobernara durante los siguientes seis años, ¿qué pasaría al terminar su mandato? ¿Se tendría que implementar la reelección y pisotear los principios democráticos y de libertad de pensamiento que tanto han costado construir? ¿Se pondría todo en juego con la posible llegada de un nuevo presidente o una nueva cámara legislativa?
La solución está en las manos de los privados y de los ciudadanos comunes y corrientes; en las del carnicero que se levanta todos los días a atender su negocio desde temprano, en las del ama de casa que no descansan con tal de tener un plato de arroz y frijoles que ofrecer para sus hijos, en las del empresario que todos los días busca satisfacer las demandas básicas de la sociedad a través del esfuerzo y la innovación, y en las del estudiante que decide cada día dar su mejor esfuerzo para superarse como profesionista y así poder ser más competitivo en el mercado laboral, no en las de ningún político.
Tenemos que entender que todo lo que confiemos al gobierno se seguirá poniendo en riesgo cada vez que haya elecciones. Debemos exigir lo que es nuestro y dejar al gobierno solo aquellas funciones que sean realmente implícitas y necesarias de llevar a cabo por un ente con una naturaleza tan depredadora y autoritaria como lo es el Estado.
Bien decía el gran pensador francés del siglo XIX, Fréderic Bastiat, que “el estado es la gran ficción en donde todo el mundo trata de vivir a expensas del resto” y valdría la pena no olvidarlo en estos tiempos electoreros en donde tanto del futuro de México está en juego.