
De todas partes llegan las advertencias: Hoy el factor más desequilibrante de la economía mexicana es Andrés Manuel López Obrador. Desde el habitualmente flemático Financial Times, hasta el propio Banco de México, pasando por el movimiento cada vez más nervioso de la paridad peso-dólar, todos advierten del peligro que corre la economía mexicana de llegar López Obrador al poder.
Ciertamente la incertidumbre política representada por López Obrador y sus anuncios de cambios sustanciales en el modelo económico, no son el único factor que incide en la economía mexicana, pero por ahora, en lo interno, es el factor determinante, al menos hasta que las negociaciones sobre el Tratado de Libre Comercio de América del Norte no arrojen un resultado definitivo —para bien o para mal—, a lo cual parece que ya nos acercamos.
Los últimos movimientos telúricos en la economía mexicana tienen que ver con la andanada de descalificaciones que López Obrador ha iniciado contra los empresarios. Hace unos días, el candidato de izquierda injurió a varios empresarios, a quienes acusó de apoyar a Ricardo Anaya para vencerlo, e incluso de que comandan una “guerra sucia” en su contra.
Ninguna prueba aportó de sus dichos, de una ligereza alarmante. Eso provocó un desplegado de rechazo por parte de una organización empresarial, con el apoyo tácito de otras organizaciones privadas, al que siguieron nuevas injurias por parte de López Obrador, en general contra todos los empresarios.
Este episodio es solo el último choque entre el puntero de las encuestas y los emprendedores, tras las pasadas y recurrentes amenazas de López Obrador de echar atrás la reforma energética, y con ella los contratos de explotación petrolera ya otorgados a inversionistas, así como revocar la multimillonaria construcción del nuevo aeropuerto capitalino —ya en marcha—. Volvió así el López Obrador real, el del odio sin matices ni distingos, el del rencor vivo, eclipsando al López Obrador del “amor y paz”.
Una cosa queda clara de estos episodios: López Obrador no duda en abrazar y dar impunidad a políticos acusados de corrupción, si le juran obediencia, pero injuria a los creadores de empleos y de riqueza simplemente por cuestionarlo o por no apoyarlo electoralmente. López Obrador puede perdonar a delincuentes, como promete en su amnistía, pero descalifica y amenaza a quienes invierten productivamente sus propios recursos. Para él, los “buenos” son los políticos y delincuentes que lo apoyan. Los “malos”, quienes honradamente arriesgan sus recursos y con sus impuestos mantienen al gobierno y a los políticos. Eso dice mucho del proyecto de López Obrador, de sus prioridades, de su visión del mundo y, también, del riesgo en que puede meter a la economía mexicana, a los empleos y los hogares de todos los mexicanos.
Acusar y acosar a los empresarios como forma de camuflar la irresponsabilidad, la ignorancia económica y la demagogia con la pobreza no es algo nuevo en México. En realidad el actual discurso de López Obrador reproduce, casi punto por punto, las demagógicas posturas de los expresidente Luis Echeverría y José López Portillo contra los empresarios, en el contexto de una doble debacle de la economía mexicana, causada por sus gobiernos, en 1976 y 1982. Desde entonces proviene la alarma automática que se dispara en la mayoría de los mexicanos en cuanto se producen oscilaciones bruscas en el precio peso-dólar, aún cuando desde 1994 opera un esquema de libre flotación en la paridad.
El discurso anti-empresarial de López Obrador es un regreso a lo peor del nacionalismo revolucionario del PRI, y también al de la izquierda más arcaica: Una visión que juzga a la empresa privada como un obstáculo para el control autoritario de los políticos, no como un activo para la sociedad que hace funcionar a todo el sistema económico y también al sector público. Una que cree que las empresas son instrumento del enriquecimiento de unos cuantos a costa del bienestar de muchos y que por ello, se justifican la persecución y el intervencionismo estatal.
Pero la experiencia de México y de otros países, muestra que las peores crisis, las que más han empobrecido y agraviado a la población, las han provocado decisiones de políticos que no entienden o subestiman la importancia del mercado, la iniciativa privada y las libertades económicas, y se creen con el poder de limitarlos, manipularlos y jugar con ellos en beneficio propio.
Pelear con los empresarios significa expatriar confianza, dólares, empleos: Precisamente lo que pasó en 1976 y 1982, causando la llamada “Década Pérdida” de los 80s, con nulo crecimiento, una hiperinflación acumulada del 3710.10 % en los años siguientes, devaluaciones sin límites y un empobrecimiento generalizado.
El discurso anti-empresarial de López Obrador omite que cuantos más empresarios tengan confianza y decidan invertir, más crecerán empleos, salarios, empresas, sectores económicos no manipulados por el gobierno, sindicatos o políticos. En suma, habrá mayor bienestar y más oportunidades.
Sus injurias, amenazas y propuestas de gobierno ciertamente no contribuyen a crear ese ambiente de confianza y certidumbre para las inversiones. En tal sentido, la lucha de López Obrador contra los empresarios es, en realidad, una lucha contra la racionalidad económica, las libertades y la creación de nuevas oportunidades, y por ello, contra los pobres por los que dice velar. Sin empresas no hay empleos.
La experiencia histórica muestra que sin empresas ni empresarios, no hay riqueza ni oportunidades, ya que el Estado no produce nada, solo consume y gasta lo que producen empresas e individuos. Misma experiencia que ha dejado constancia de que cuando gobiernos y políticos se entrometen en el funcionamiento de los mercados, lo que ocurre es un aumento incesante de la incertidumbre y de sus fenómenos resultantes: falta de inversiones, aumento de tasas, escasez, inflación, carestía, desempleo, mayor pobreza… y hacia allá va México, si López Obrador gana la Presidencia, según nos advierte su comportamiento actual.