Por Gilberto Ramirez Espinosa
A propósito del plebiscito al que hemos sido convocados a votar el 2 de octubre, son muchas las reflexiones hechas para votar por el “Sí” o por el “No”. Lo que me propongo a continuación es algo a mi consideración mucho más audaz, aunque sin duda inútil para los “realistas” del poder, como es abstenerse de votar en dicho plebiscito.
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Para empezar, me gustaría citar la importancia de hacer de la libertad “el principio rector de nuestra vida en sociedad e individual” como nos lo recuerda Javier Garay en un artículo por este medio. La defensa de la libertad, a pesar de todas las formas posibles de entenderla, es fundamentalmente la defensa de la propiedad privada. Así fue expuesto desde John Locke y así lo seguirá siendo, y solo en razón de ello es que la pregunta por las formas de gobierno y la naturaleza de la ley, en últimas, del Estado, adquiere sentido. Para el caso que nos convoca, como es la votación del plebiscito, vale la pena reflexionar sobre su carácter democrático y su constitucionalidad, y solo así poder entender porque es mejor abstenerse de votar.
La naturaleza democrática del plebiscito no está en duda. De hecho, los plebiscitos son el mejor ejemplo de la democracia. Por la misma razón, ponen en evidencia todas las paradojas asociadas a la democracia como forma de gobierno. Al revisar los tres plebiscitos previos llevados a cabo en Colombia, a saber, los realizados en 1885, 1957 y 1990, todos tienen común el haber ratificado pactos antidemocráticos entre fuerzas políticas que venían de confrontaciones armadas o crisis de orden público generadas por los mismos.
Convocados bajo Estado de Sitio (1957, 1991) o por el triunfador reciente de una guerra civil (1885), el nivel de concurrencia a dichos plebiscitos no importó como para generar nuevas constituciones (1886, 1991) o fórmulas de gobierno excluyentes como fue el Frente Nacional (1958-1974).
Conclusión: independiente de la votación a un plebiscito, los acuerdos se hacen ratificar cueste lo que cueste.
Otro asunto a considerar es la constitucionalidad del plebiscito. Aunque es poco lo que puedo subrayar después de la brillante exposición hecha por Mario Daza en este medio, si quisiera introducir una reflexión. ¿Para que una constitución? A diferencia de países como Gran Bretaña, Estados Unidos o Suiza, entre otros, las constituciones difícilmente pueden entenderse como contratos o actos deliberados de consentimiento por la totalidad de las personas a las que se pretende vincular, ya sea por la imposibilidad de reunir a la totalidad de los “interesados” para su ratificación o por no contar con la opinión de futuras generaciones.
Aún inclusive si consideramos las naciones como un plebiscito diario, según la célebre expresión de Ernest Renan, los plebiscitos debería ser precisamente mecanismos para ratificar o no nuestra obediencia a determinado Estado, retomando la definición de democracia de Mises como capacidad de autodeterminación y garantía al derecho de secesión. Aunque los países anteriormente citados no son del todo los mejores ejemplos, si nos han enseñado que el mejor voto se hace con los pies, como inclusive en su momento las autodefensas que dieron origen a las FARC nos lo habrían podido ilustrar cuando fueron reputadas de “repúblicas independientes”.
El plebiscito del 2 de octubre no ofrece ninguna garantía en términos de libertad como las mencionadas anteriormente y su carácter democrático no resuelve los dilemas sino que de hecho los empeora.
Para un país que se precia de gozar de una de las “democracias más antiguas de América Latina”, el tener que votar el cuarto plebiscito en su historia pone en mayor evidencia los abusos propios de la democracia a la libertad, y por ende, a los derechos de propiedad. El igualitarismo y bienestarismo con el que el Estado en Colombia pretende financiar no solo su provisión de seguridad y justicia, sino sus supuestos deberes de proveer educación, vivienda, salud, entre otros, nos ha llevado a tener que soportar una deuda externa que representa ya el 40 % del PIB y una carga tributaria que grava el 75 % de las utilidades. Todo ello gracias a que la democracia premia toda propuesta de redistribución de la riqueza bajo imperativos de “justicia social” y hasta de “equidad de género”, como lo enuncia la farragosa prosa de los acuerdos de La Habana.
Si bien la mayoría de los escritos que se han hecho en este medio por los libertarios colombianos sobre los acuerdos de paz resaltan aspectos del acuerdo, de la naturaleza de sus negociadores, de la constitucionalidad de lo suscrito, o de la conveniencia o no de participar en el plebiscito para jóvenes movimientos políticos como el Movimiento Libertario, yo sin embargo quisiera insistir en un aspecto y es el debate sobre la conveniencia misma de la democracia para la defensa de las libertades individuales.
¿Para qué un gobierno? Y si queremos uno, ¿Por qué democrático? Esas y no otras preguntas como la del tarjetón –que ni siquiera menciona a las FARC– son las que deberían hacernos pensar a la hora de votar un plebiscito como el que viene, que definitivamente será histórico más si nos abstenemos de votar en él.
Y es que es fácil creer que con tan solo ir a votar por un “Sí” o un “No” se va a lograr una “paz estable y duradera”. Y ahí es cuando yo pregunto, ¿por qué un voto es más poderoso que un contrato? ¿Qué tiene de especial como para lograr lo que se dice puede lograr? De la misma manera que muchos escépticos no creen que recibamos el cuerpo y sangre de Cristo en la hostia de la eucaristía, ¿Por qué deberíamos creer que una papeleta con una pregunta puede lograr la paz? Eso solo sería posible si creemos que la democracia es un Dios y yo por lo menos me niego a creer, como el filósofo Hans Hermman Hoppe, en ese “Dios que fracaso”.
Abstenernos de votar en un plebiscito demagógico es el primer paso para sumarnos a una abierta y declarada desobediencia civil ante unos acuerdos que de hecho ya están implementándose en el país y de los cuales no tenemos que estar obligados a ratificar, con o sin democracia. En cambio, para quienes creen como yo, que la paz es el respeto a la propiedad privada y el libre comercio, el único voto válido para garantizarla es aquel que hacemos con los pies al desplazarnos a los lugares donde mejor sean defendidas nuestras libertades. Entre esos lugares claramente no están las urnas del 2 de octubre
Gilberto Ramirez Espinosa es Historiador de la Universidad Nacional de Colombia.