El Movimiento Libertario en Colombia está en construcción. En todo el país las ideas libertarias han ganado fuerza; en buena medida gracias a la difusión y al impulso que se ha logrado desde diferentes organizaciones de estudiantes, académicos, empresarios y al mejor estilo libertario, desde la acción individual de personas comprometidas que animan una mayor libertad para el individuo y una reducción de la injerencia del Estado en sus asuntos. Por otro lado, también ha recibido notoriedad el libertarismo, gracias a la reciente campaña a la alcaldía de Bogotá por parte de Daniel Raisbeck, un joven bogotano que con gran valentía enarboló banderas libertarias y atrajo la atención de libertarios de todo el país que literalmente “salimos del closet”.
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No obstante, la manera de participar en política está en la médula misma de la discusión del movimiento. Si una de las consignas que defendemos con ahínco es la necesidad de la reducción de burocracia, habida cuenta de su excesivo costo para la sociedad, sus limitados intentos de profesionalizarse y la excesiva influencia de partidos políticos en nombramientos de todo tipo de cargos en los tres poderes públicos del país, resulta para mí contradictorio querer hacer parte de una de las cosas que rechazamos. Es decir, una burocracia elefantada, poco eficiente, costosa y que deviene al vaivén de la micropolítica nacional. Esto último, de clarísimo reconocimiento y sobrediagnosticado en regiones en donde el Estado es la única fuente de actividad económica, allí, la micropolítica se vuelve determinante y en connivencia con la pobreza, el crimen organizado y un excesivo centralismo son la receta perfecta para el desastre.
El plebiscito que plantea el actual Gobierno, frente a lo negociado con la guerrilla, genera un nuevo debate sobre la participación política del Movimiento Libertario (en construcción). Desde mi perspectiva, lo que le ha pasado al movimiento es una característica típica de las barreras que encuentra la sociedad civil colombiana para participar en su sistema democrático. Esto significa cumplir requisitos impuestos por partidos políticos tradicionales o hegemónicos, contar con recursos económicos y tener un limitado acceso a medios masivos de comunicación. Sin ser religión, o una disidencia de un partido tradicional o ser un movimiento que haya surgido desde la entraña del Gobierno o una minoría étnica, ha logrado, gracias a la tecnología y la colaboración esporádica y voluntaria, formular preguntas clave a la clase política colombiana y a la sociedad. Preguntas sobre la relación del Estado, la libertad y la tecnología, como el caso de Uber, la relación entre el presupuesto público y la libertad de padres para escoger dónde sus hijos estudian (colegios públicos en concesión), o la necesidad imperativa de limitar impuestos a las nacientes empresas o negocios innovadores han logrado despertar gran interés y solidaridad. Pero la pregunta que plantea el Gobierno y la sociedad a los libertarios sobre el proceso de paz es de otra naturaleza. Toda la idea del conflicto armado colombiano, que después de sendas denominaciones, tales como revolución armada, izquierda radical, ultraderecha, amenaza terrorista, guerra civil o nueva guerra, se ha reducido en el actual discurso, a un conflicto por la participación política.
Raisbeck tiene toda la razón en señalar la “injusticia” de otorgar curules exprés, así sean transitorias (ya sabemos que en Colombia muchas medidas transitorias se vuelven permanentes) a líderes de las FARC, como una de las condiciones para que dejen las armas. Mientras que él, como candidato independiente, siguió las reglas del sistema democrático colombiano, los violentos llegaron, al contrario, rompiéndolas todas.
A pesar de la posición de Raisbeck sobre el plebiscito, una característica del Movimiento Libertario inmodificable, su regla dorada, es el respeto por la libertad de cada individuo a tomar sus decisiones. Y para mí, como libertario, el plebiscito es una ilusión de democracia procedimental que reduce la política a un ejercicio numérico, monocromático y binario en el cual es demasiado fácil reducirlo todo a un simple “o eres mi enemigo o mi amigo”.
Estoy convencido de que la manera misma de participación política en Colombia está lejos de funcionar como una democracia representativa, tal como se enseña a los jóvenes politólogos en las universidades. Al contrario, creo que la realidad política global, la tecnología y la consciencia del poder político individual han desnudado las falencias más profundas de un sistema de participación, que en últimas lo que pretende es facilitar las rutas de acceso al control temporal del Estado y a la rotación periódica de quienes toman las decisiones por todos. Parapetados en las sumas y restas que curiosamente han mantenido en la dirigencia incluso a diferentes generaciones de las mismas familias. Con contadas excepciones, mi generación ha visto repetirse los apellidos en la clase política, al tiempo que hemos visto a miles de jóvenes matarse en la guerra precisamente por el tema de la participación política.
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Ser libertario significa creer en el poder político transformador de cada uno de nosotros, en generar maneras complejas e innovadoras para resolver nuestros problemas y sobre todo en no caer en anacronismos al momento de participar en política. Celebramos la civilidad de no matarnos para expresar nuestras diferencias, pero cada libertario es libre de realizarse políticamente lejos de un sistema en donde el individuo siempre será la minoría. Yo creo, como decía nuestro querido filósofo colombiano Gómez Dávila, que hoy en Colombia “Un destino burocrático espera a los revolucionarios, como el mar a los ríos.”
Estoy convencido de que queremos una sociedad mejor para nuestros hijos, pero también sabemos que el problema de la participación política no se va a solucionar con una “encuesta vinculante”, con una guerra o sin ella. Lo mejor que tiene el naciente Movimiento Libertario es el despertar del poder individual de cada uno, sin caudillismos, presidencialismos, estatismos o fanatismos. Es fácil dejarse llevar por las chispas del frenesí mediático, pero cada cual sabe que lo que lo despierta cada mañana es su poder y su voluntad de dar su mejor sí. Un sí más grande que cualquier plebiscito.
Luis Arévalo Rodríguez
Politólogo de la Universidad de los Andes. MSc en filosofía y candidato a doctor en filosofía con énfasis en teoría política de la Université Bordeaux III Michel de Montaigne. Puede seguirlo en Twitter: @Luis_Arevalo