Por Anaís Chacón
“Quien con monstruos lucha, cuide de convertirse a su vez en monstruo”. Friedrich Nietzsche
Algunas democracias occidentales modernas parecieran estar azotadas no solo por los políticos sino también por un importante sector de la sociedad que demanda cantos de sirenas. ¿Quién seduce a quién: el político populista a los ciudadanos, o acaso son los ciudadanos iracundos los que seducen a los políticos populistas?
Cuando nos referimos a democracias occidentales modernas, nuestra mente enciende el interruptor automático y empieza a ordenar cual puzle todas aquellas piezas que dan forma a ese gran paraíso llamado democracia plena. Para algunos ciudadanos es una realidad en todo el sentido de la palabra; para otros simboliza un proyecto en construcción que requiere de cuidos y mimos constantes (la llamada democracia imperfecta). Pero también existen otras realidades en donde la democracia no es más que una expresión abstracta, surrealista, lejana, ausente e inexistente. Las sociedades que padecen este diagnóstico desafortunadamente sufren del cáncer de los regímenes híbridos y de los regímenes totalitarios.
La cuestión que nos trae hoy aquí está relacionada con las dos primeras categorías, no porque las otras dos carezcan de importancia, nada más alejado ello, es sencillamente porque existe el riesgo inminente de que se normalicen y contagien las malas prácticas democráticas, legitimando por la vía electoral legal a representantes políticos en los congresos, asambleas, parlamentos, como jefes de Estado, jefes de gobierno o ministros de turno, quienes se disfrazarán de caballo de troya para dinamitar las libertades inherentes a la democracia. Sí, leyó bien, esto ocurre, ya es una realidad, solo basta con escuchar las declaraciones de algunos líderes europeos, de Estados Unidos o de algunas democracias imperfectas de América Latina, que sufren del síndrome camaleónico y se mimetizan adaptando sus acalorados discursos a las circunstancias o a lo que un sector de la población demanda.
El semanario británico The Economist diseñó una metodología que nos permite medir el índice de democracia en los países, situando entre 10 y 8 puntos la calificación para las democracias plenas y entre 6 y 7.99 puntos las democracias imperfectas. Las variables tomadas en cuenta van desde los procesos electorales y el pluralismo, pasando por las libertades civiles, políticas y económicas, hasta el funcionamiento del gobierno, entre otras. Es decir que tomando en cuenta estas categorías podemos situarnos geográficamente en el globo terráqueo, y empezamos a visualizar países desarrollados, prósperos económica y socialmente, como por ejemplo los países europeos, o de América del Norte y ¿por qué no? la mayoría de países de América del Sur o del Caribe, exceptuando los casos de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Según estos indicadores, en 2018 España se ubicó dentro de los países con democracia plena, obteniendo un 8.8 de puntuación media. El próximo 10 de noviembre, España celebrará nuevamente elecciones generales, en medio de un escenario difícil, a las puertas de una nueva crisis económica global, enmarcada en una guerra comercial iniciada por Estados Unidos, en la que España ha quedado atrapada en la línea de fuego y con poco margen de maniobra para defenderse, ya que no tomó las previsiones necesarias, sin mencionar que apenas las consecuencias de esta guerra comercial acaban de empezar. La actual tasa de desempleo en España es de 13,8 %, una cifra alarmante, vergonzosa, que supera la tasa de desempleo de algunos países latinoamericanos que tienen democracias imperfectas. Esta semana, Cáritas España publicó la memoria 2018 donde nos muestra que 6 millones de personas viven al filo de la pobreza, teniendo en cuenta que es un país que no llega a 47 millones de habitantes.
Hasta el momento, los españoles han jugado mal sus cartas al creer en fórmulas mágicas económicamente poco liberadoras. Como respuesta a esta realidad, los políticos populistas no hacen más que seguir ofreciendo un peor remedio para la enfermedad, conduciendo a la nación ibérica directo al despeñadero. Los analistas estiman que los resultados de estas elecciones serán decisivos para el futuro de España, ya que de no tomarse los correctivos necesarios, su futuro se verá en manos de cantos de sirena. Mientras tanto, ese estupendo 8.8 obtenido por España en democracia plena podría pasar a la historia, ya que el bienestar económico está profundamente relacionado con la democracia. Si la hucha se acaba, seguramente los votantes se sentirán decepcionados e iracundos por las promesas incumplidas por los populistas y será en este punto cuando aparecerá otro personaje más populista que el anterior prometiendo a los ciudadanos lo irrealizable, utópico e inviable, a expensas de eliminar otras libertades.
Los síntomas de decepción, frustración y desgaste que experimentan en la actualidad las democracias occidentales ocurren a escala mundial. Un estudio elaborado por la Organización Freedom House (2005-2018), señala que en el año 2005 el porcentaje de países clasificados como “no libres” en Libertad en el mundo era del 23 %. Para el año 2018 este porcentaje se incrementó a un 26 %. Otro dato preocupante fue el descenso experimentado por los países libres, donde para el año 2005 era del 46 % a nivel global, y para el año 2018 se ubicó en un 44 %. Es decir, solo han sido necesarios trece años para generar fisuras en los sistemas democráticos.
En el año 2017, la organización Human Rights Watch (HRW) elaboró un informe en el que analiza la peligrosa tendencia global del ascenso del populismo, y plantea una serie de recomendaciones en las que señala la necesidad imperiosa de reafirmar los valores de los derechos humanos por diversas vías, tales como los medios de comunicación, los gobiernos democráticamente responsables y los ciudadanos en general. La mencionada organización nos recuerda que el mejor antídoto contra el populismo es exigir políticas realistas basadas en los valores democráticos que emanen de la Constitución e instituciones constituidas legal y legítimamente. De esta manera, podríamos evitar que los tiranos se valgan de las ilusiones y esperanzas que el apoyo popular podría poner en demagogos para llegar al poder, tal como lo refleja la exsecretaria de Estado de los Estados Unidos, Madeleine Albright. Su último libro, Fascismo, es una advertencia que destaca que el culto a la personalidad, la manipulación, la demagogia, la coacción, la ausencia de separación de poderes, y por ende la violación de las libertades individuales, fueron la antesala al atroz genocidio perpetrado por Benito Mussolini, Adolf Hitler y Joseph Stalin, quienes se valieron de ello para generar falsas expectativas económicas en los ciudadanos.
Dicho en pocas palabras: el fascismo puede ser de derecha o de izquierda, y surge en el momento en que el fascista enardece a la población para de esta manera contar con su apoyo. Se sirve de la violencia, el poder y los medios necesarios para someter a las instituciones, obligándolas a confeccionar un traje a su medida, y de este modo cometer toda serie de atrocidades, violentando los derechos y libertades de los ciudadanos, dirigiendo su política a un solo grupo de la sociedad, aplastando por consiguiente al resto de los ciudadanos y causando a su vez división entre la población.
Son múltiples las frustraciones de los ciudadanos que pueden alimentar a cualquier fascista de turno, frustraciones que van desde ver cómo impera la corrupción, la fragilidad en el ejercicio de las libertades individuales, un atentado terrorista, las ráfagas migratorias por razones económicas, políticas, sociales o desastres naturales, o cada vez que una persona que ha trabajado durante toda su vida recibe una pensión que no le alcanzará para llegar a fin de mes, o cuando cierran empresas y crece el desempleo, en fin, son innumerables los problemas que enfrenta la sociedad como para dejarlo en manos de políticos miopes que reavivan soluciones irrealizables en un mundo cada vez más interconectado a nivel tecnológico y comercial, competitivo, innovador y desafiante.
De allí la importancia de que las sociedades modernas puedan hacer ejercicio de conciencia, y en el caso particular de la sociedad española, que en los próximos días celebrará las elecciones generales del 10 de noviembre, empiece cuanto antes a jugar bien sus cartas para aceptarse y reconocerse a sí misma como la protagonista de su democracia plena, como la venidera alta representante de la diplomacia europea, y como la ascendiente de casi 577 millones de personas que comparten su lengua y cultura, y cuyo bienestar no le viene nada mal para salvaguardarse de lo que podría avecinarse.
Anaís Chacón es internacionalista venezolana, con maestría en Diplomacia y Relaciones Internacionales de la Escuela Diplomática de España y analista internacional en temas UE-LATAM. Actualmente reside en Madrid.