“Si al final del período los uruguayos son más libres, habremos hecho bien las cosas. De lo contrario, habremos fallado en lo esencial”, prometía el flamante presidente de Uruguay, Luis Lacalle Pou, en su discurso de asunción frente al Parlamento el pasado 1 de marzo.
La libertad aparece a menudo en las disertaciones y argumentaciones de Lacalle Pou, revelando un claro cambio de postura con respecto a los gobiernos anteriores, infinitamente menos comunicativos y “sueltos de cuerpo”, como decimos en el pago. Sus frecuentes conferencias de prensa han sido el escenario en que el mandatario ha demostrado ser poseedor de una solvencia pocas veces vista en el Ejecutivo: no deja pregunta sin respuesta, no agrede, explica y sostiene sus decisiones con impecable lucidez.
La alusión a la libertad es de absoluta relevancia. En un mundo con tintes populistas y totalitaristas y en un continente históricamente machacado por su inclinación hacia el autoritarismo, el Estado en tanto garante de libertades individuales hace un esperado retorno en tierras orientales.
Un presidente abiertamente liberal se traduce en una imprescindible renovación filosófica (nada de ideologías, no me ensucie la cocina que la acabo de limpiar) que es a su vez imperiosa para la construcción de un Uruguay adaptado a los tiempos y desafíos que se vienen (o que ya están aquí, pero que fueron ignorados). Lacalle Pou sabe que el Uruguay que buscamos no es el país que fuimos, aquella Suiza de América de los 1950. El Uruguay por el que hay que apostar es inédito, porque al mundo se le vino encima una serie de avances tecnológicos que han revolucionado el mercado laboral y las relaciones humanas a una velocidad tan alta que incluso a muchos expertos nuestra realidad les fue impredecible. Para esa construcción, la libertad es simultáneamente objetivo y herramienta.
“Soy liberal, creo en la libertad de las personas, creo que la gente es responsable de manejar su libertad y eso sí es un cambio sustancial en el concepto de el gobierno que va a empezar el 1 de marzo”, afirmaba Lacalle Pou en enero en entrevista con Radio Sarandí, reforzando una idea que los liberales tenemos muy en claro: la libertad y la responsabilidad van de la mano. La presencia de la primera nos lleva forzosamente a la segunda, caso contrario, no es libertad, es simple capricho. Es en este sentido que aparece el inexorable “me hago cargo”, frase recurrente del presidente. Atrás quedaron los tiempos de tirar la piedra y esconder la mano. Atrás quedó la soberbia infantil de quienes no admitían errores, de quienes se consideraban a sí mismos incapaces de tropezar, de quienes culpaban a la oposición, a la crisis del 2002, a “la coyuntura” (infinita ella), al neoliberalismo, a la plantación de perejil en Kazajistán, en fin, al otro, siempre al otro, cada vez que algo salía mal.
Es esa actitud frente a la responsabilidad la que sale a flote en cada conferencia, y es a través de ella, escudado en ella, que el gobierno ha encarado todas las decisiones tomadas en el marco de la pandemia del SARS-CoV-2. Lacalle Pou apenas llevaba 13 días de gobierno cuando se confirmó el primer caso en Uruguay. El mandatario evitó caer en la tentación de la cuarentena obligatoria no solo para “no apagar los motores de la economía”, sino porque reconoce además la cruda fragilidad en la que viven miles de uruguayos que deben procurar su pan a diario. Los que tuvieron los medios para sacar a cientos de miles de compatriotas de la pobreza, aquellos mismos que no pasan más de veinte minutos sin hacer referencia a la “justicia social” (y que rara vez hablan de libertad), no hicieron su trabajo. Bastaron unos días de pandemia para así evidenciarlo.
Las medidas tomadas por el gobierno uruguayo (la cuarentena sugerida, el distanciamiento social, los testeos —masivos en relación a la población—) han dado frutos, al punto que el 22 de abril recomenzarán las clases en más de 500 escuelas rurales.
La libertad no es para el presidente un mero recurso discursivo para inflar el corazón de los oyentes (si algo destaca a Lacalle Pou es que apela a la razón, no a las emociones). En lo que sería un movimiento magistral (y que va incluso contra lo acordado por su coalición), el mandatario se propone seguir adelante con la necesaria desmonopolización de la estatal ANCAP, liberando la importación y refinación de combustibles.
Además, Lacalle Pou negó a la central sindical (PIT-CNT) el uso de la cadena nacional para su mensaje del 1 de mayo. Con esta decisión, el presidente demuestra que comprende un principio básico: un mensaje que es potencialmente de interés general no es necesariamente un asunto de Estado. Los sindicatos son libres de expresar cuanto crean pertinente, pero no pueden hacer uso de las herramientas estatales para ello, mucho menos cuando se trata de un mecanismo obsoleto y con olor a autoritarismo (solo las dictaduras recurren a un “Aló, Presidente”).
La libertad, la austeridad y el sentido común se apuntan como los pilares del Uruguay del futuro, ese con el que siempre soñamos, ese que hemos bosquejado tantas veces bajo el más celeste de los cielos.
Y más allá de discrepancias —en lo personal, prefiero el término “república” a “patria”, y desearía que la famosa “misa”, incluso en tanto “evento intrarreligioso”, no hubiese sido comunicada por medios oficiales— no me cabe la menor duda de que este liberal convencido derivado en presidente es una baza fundamental que los uruguayos podemos presumir.
“Hace muchos años que enfrento una batalla con (Thomas) Hobbes. El hombre no es el lobo del hombre. El hombre es un ser que vive en paz y debe cuidar a sus semejantes”. — Luis Lacalle Pou.