Ya sabíamos que el proyecto del gobierno López Obrador es lograr un poder centralizado, casi absoluto, sin contestaciones: una especie de restauración del viejo presidencialismo priista, con un partido hegemónico para, en un futuro cercano, promover un cambio del régimen constitucional y del modelo económico, cuyo posible parecido al régimen chavista venezolano no deja de ser inquietante.
También sabíamos de la incontenible proclividad del presidente López Obrador por descalificar y desacreditar toda crítica, de ir contra cualquier posible instancia de moderación, independencia y contrapeso a su poder, empezando contra los propios periodistas y medios de comunicación. A pesar de su incuestionable origen democrático y de su inmensa popularidad, a López Obrador le resulta notoriamente patológico atentar contra sus propias bases de legitimidad, en aras de imponer su sola e inconsulta voluntad.
Finalmente, sabíamos que la izquierda siempre ha estado implicada en los enormes retrocesos civilizatorios de nuestro tiempo, desde el nazismo y los grandes totalitarismos, como el soviético y el maoísmo, hasta sus émulos tropicales: Cuba, Venezuela y Nicaragua. Su complicidad con estos saltos civilizatorios hacia atrás solo es comparable al tamaño de su desmemoria histórica.
Todo eso lo sabíamos hasta ahora. Pero la gran novedad ha sido ver cómo la izquierda mexicana se ha sumado, en conjunto, como un todo y una misma voluntad, al vaciamiento de la democracia mexicana y a la erosión de los límites al poder unipersonal o vandálico. Con López Obrador, la izquierda mexicana ha ido sistemáticamente en contra de las instituciones democráticas que controlan al poder, buscando anularlas. Le bastó alcanzar una sola vez el poder para, desde allí, desnaturalizar su origen democrático y abusar impunemente de él.
Al respecto, sorprende un poco la lamentable la imagen de una izquierda mexicana que no aprendió nada de su propia mitología (las represiones estudiantiles de 1968 y 1971, la organización social tras el terremoto de 1985 o la lucha por la democracia a partir de 1988), una mitología que, ahora sabemos, solo le fue útil como mascarada y ardid publicitario.
Así, en los últimos meses, hemos visto a una izquierda mexicana haciendo uso de su representación parlamentaria para imponer su mayoría casi absoluta o promover legislaciones a la medida (la Ley Taibo), buscar imponer límites a precios y cuotas (la iniciativa del senador Ricardo Monreal sobre comisiones bancarias), imponer al Estado burocrático sobre la descentralización del mercado, precisamente como comienza todo totalitarismo (la diputada Tatiana Clouthier): anular la soberanía popular y tratar de acallar toda crítica ciudadana (la futura iniciativa del diputado Fernández Noroña para penalizar las críticas a los legisladores), o el descabellado intento de redactar una “Constitución moral”, buscando que el gobierno dicte la moral de los individuos y violentando el espacio de la propio Constitución del país, entre muchas otras barbaridades.
Para aplicar tales medidas u otras parecidas, ¿la izquierda mexicana impondrá los comités de salud pública o de defensa de la revolución, como han hecho los regímenes totalitarios de izquierda, para perseguir al disidente y reprimir cualquier desacuerdo, por inocente que sea? ¿La izquierda mexicana normalizará y premiará la delación del vecino contra su vecino, del pariente contra su propia familia, del trabajador contra sus jefes y colegas, el espionaje en aulas escolares? ¿Qué sigue para que la izquierda mexicana imponga sus ideas y persiga la crítica?
Ningún gobierno, ningún político, ninguna facción ideológica, tiene el derecho de imponer sus puntos de vista, y convertir sus ideas o su moralidad en una obligación para los demás. Como advirtió Friedrich A. Hayek en Camino de servidumbre, cualquier imposición conlleva represión, persecuciones y ríos de sangre, y sabemos que los problemas que se quieren evitar con dichas imposiciones, como la corrupción o la violencia, al final resultan, paradójicamente, consecuencias concluyentes e inevitables de esa misma imposición.
El camino iniciado por la izquierda mexicana, siguiéndole el paso a López Obrador o al próximo demagogo de moda, solo puede desembocar en la servidumbre sangrienta denunciada por Hayek. Apenas lo empieza a recorrer. Ojalá tenga el coraje de dar un alto y desandar el camino, aprendiendo de la mitología que dice representar.