El título del artículo se lo debo a Javier Milei, economista libertario argentino y crítico feroz del Estado y de los estatistas. Y viene al caso, no solamente por lo que está ocurriendo en Argentina, sino porque Venezuela se ha convertido en el epítome de todo lo que se puede hacer mal.
Los liberales pretendemos algo sustancialmente diferente a los gobiernos extensos que terminan arruinando a los ciudadanos. No apostamos a la grandilocuencia llevada a los extremos del populismo. Sabemos que los problemas no se resuelven por decreto gubernamental, y también damos por descontado que las grandes burocracias rápidamente encallan en la ineficiencia. El Estado no es dios, no resuelve todos los problemas, no puede ser el ídolo omnipresente y omnisapiente que ofrece cualquier cosa sin considerar que al final “alguien siempre paga el almuerzo”. Y por lo general los pagamos los ciudadanos en términos de inflación, impuestos y saqueo de los recursos del país.
Cada vez que un gobierno socialista (socialista de hecho, aunque tenga un discurso liberal) tiene que pagar la nómina de una empresa improductiva, apela al derecho autoritario, producto del uso indebido de la fuerza, para manipular la moneda y subir los impuestos. Entonces, los manganzones que cobran completo su salario, sin compromiso de productividad, no deben sus ingresos al gobierno irresponsable, sino a los ciudadanos más productivos a quienes se nos arrebata parte de nuestra capacidad para generar riqueza con el fin de financiar la falacia de la justicia social. Siempre sale alguien advirtiendo que no se puede ocasionar la desgracia del desempleo a millones de empleados públicos que sufrirían tal atrocidad si se cierran las empresas que ya están quebradas. El argumento de la justicia social encubre la cobardía de un gobernante a quien le aterra tomar decisiones impopulares en el corto plazo, y que no está dispuesto a esperar los beneficios del mediano plazo, tal y como lo lograron Margaret Thatcher o Ludwig Erhard.
En el caso venezolano, hay más de quinientas ficciones de empresas públicas que no producen nada y cuyo único mérito es la lealtad perruna a un proceso imposible de realizar, pero que tienen una nómina abultada de militantes revolucionarios. Lo mismo ocurre cuando el gobierno socialista decide unilateralmente el salario mínimo, cuando otorga beneficios, ofrece subsidios, regula tarifas o regala el costo de los servicios públicos. Redistribuye indebidamente, agrede los derechos de propiedad, desestimula la inversión, asfixia el ánimo emprendedor y ahuyenta el talento innovador. Se empobrecen los países, cae la producción, el socialismo incrementa la espiral populista de decisiones y reasignaciones unilaterales, provoca inflación, incrementa los impuestos a “los ricos” y cae en la espiral de la demagogia, la búsqueda de un chivo expiatorio y la destrucción social. En el camino hay más de un preso de conciencia, más de un exiliado, desbandadas de ciudadanos emigrando para huir del caos, y una lógica autoritaria que de tanto retroalimentarse termina conformando una comunidad totalitaria de la que a veces es difícil salir.
Concuerdo con Mises cuando define al estado como un aparato de compulsión y coerción cuya característica principal consiste en compeler al pueblo, mediante la amenaza o el uso de la fuerza, para que se comporten de manera distinta a la que quisieran. Nadie quiere que lo expolien, nadie está interesado en mantener parásitos sociales, nadie tiene una especial vocación de enmendarle la plana a los que no han sido capaces de ser responsables de sus propias decisiones de vida. No renunciamos a la cooperación social, pero repugnamos que sea sustituida coactivamente por un régimen que pretende decidir qué es lo bueno y qué es lo malo, y hasta donde debe llegar nuestra capacidad filantrópica.
En dos cosas tiene absoluta razón Javier Milei: la redistribución del ingreso es un acto violento, y la generosidad gubernamental es una farsa porque “con el culo ajeno somos todos putos”. Es muy fácil ser espléndido con el dinero de los demás. Esa dadivosidad burocrática se acaba cuando los funcionarios son obligados a poner su dinero allí donde ponen su boca.
Los liberales no creemos en gobiernos grandes. No creemos en gobiernos titulares de empresas, nos repugna el capitalismo de Estado, y no confiamos en el talento y la probidad de nadie que quiera manipular la moneda. Por eso, lo primero que hay que aclarar es que el gobierno del presidente Macri nunca fue liberal. Es, eso sí, un gobierno de gente decente, con un líder simpático y cercano, respetuoso de la ley, incapaz de allanar la independencia de los poderes públicos, pero que en el plano de la economía no fue capaz de tomar decisiones audaces. No quiso correr el riesgo de la ruptura radical con la inercia estatista porque pensó que si lo hacía no llegaba al final, y cayó víctima del peronismo espectral que ha cautivado y castigado la suerte de los argentinos por tantos años. Corrió la suerte de los tibios, en Venezuela decimos que “no fue ni chicha ni limonada”.
Además, lo hizo conociendo los riesgos, porque la comunidad argentina de pensamiento liberal se lo advirtió muchas veces, al final incluso con mal humor. Javier Milei, entre otros, señalaron que por la ruta de las reformas progresivas no iba a llegar a ningún lado. Y así fue. El país luce desencantado porque en política “obras son amores y no buenas razones”. Le faltaron decisiones audaces.
Cuando los liberales hablan de límites, se refieren al encuadre que, entre otros pensadores austríacos, aporta Mises, “el estado tiene la tarea de proteger la vida, la salud, la libertad y la propiedad de los ciudadanos contra la agresión violenta o fraudulenta”. Pero no a cualquier costo, porque debe hacerlo dentro de un sistema de propiedad privada de los medios de producción, que es lo mismo que decir “en el marco de una sociedad de mercado”, y respetando los principios de la democracia, velando por las garantías ciudadanas, estimulando y practicando la tolerancia entre los que son diversos, y aspirando a que se mantenga la paz entre las naciones.
La monstruosidad burocrática, ese leviatán inmenso que se despliega sobre todos nosotros para hacernos todo lo infelices que podemos llegar a ser, necesita ser amputado radicalmente. Esto requiere superar dicotomías hasta ahora indisolubles. La primera exige tomar decisiones de privatización y evitar por todos los medios el fomento del estatismo. No hay sector que pueda ser tan estratégico como para que no pueda ser gestionado por los privados en competencia abierta. En el caso venezolano, todos los servicios públicos son monopolio del Estado, pero ninguno sirve. Esta situación de colapso ha permitido experimentar que, incluso dentro de la lógica de mercados negros y grises, los privados resuelven mejor, aun en condiciones de mercado asfixiado. Los ciudadanos liberales preferimos interactuar lo menos posible con el gobierno.
La segunda dicotomía exige decidir entre disciplina y austeridad fiscal por una parte y la falsa estimulación del crecimiento a través del gasto público creciente. Obviamente, es más sano reducir el gasto del gobierno, evitar su endeudamiento y mantener los impuestos bajos que ese festín irresponsable de despilfarro, sobrecostos y corrupción que al final tienen consecuencias trágicas para el país.
La tercera, requiere que tomemos partido entre sistema de mercado y la tentación del intervencionismo, que muchas veces, y para el perjuicio de todos, gana de mano el estado policial de la economía. A mayor intervencionismo hay menos señales estimulantes para el ánimo emprendedor. Allí donde el gobierno se entromete suben ominosamente las dificultades para crear empresa y generar empleos, perdiendo de esta manera todos menos el gobierno que se vende a si mismo como el desiderátum de la justicia social. ¿Cuál justicia social se aplica al regular tarifas, congelar precios y decidir arbitrariamente los salarios? Como es bien sabido, nadie, ni el Estado más totalitario, puede obligar a la empresarialidad en ausencia de lucro, rentabilidad, competencia y garantías de derechos de propiedad.
En el caso venezolano, este intervencionismo nunca dejó crecer el número de empresas, y luego acabó con las que había hasta llegar al nivel que hoy exhibimos, con más de dos tercios desaparecidos y cinco millones de venezolanos talentosos fuera del país. Finalmente, todo gobernante debería poder resolver la contradicción que se le presenta entre el populismo paternalista y la posibilidad de respetar el derecho de los individuos el derecho a tomar sus propias decisiones. O si se quiere, si el gobierno tiene la disposición de garantizar la libertad individual con la concomitante responsabilidad de cada uno sobre las consecuencias de sus propios actos, o comportarse como una mamá gallina que intenta, al costo de quebrar el país, conceder una cobertura que castra al individuo de su potencial productivo.
Como contraparte a la disposición de los gobiernos para hacer bien su trabajo, se requiere una sociedad de adultos responsables y no montoneras infantilizadas y erotizadas por Perón, Evita, Hugo Chávez, o cualquiera de los demagogos que cada cierto tiempo vienen desde el mismísimo infierno a realizar el mal entre los hombres. La tentación siempre está presente, por eso debe ser incansable el debate de las ideas y el esfuerzo educativo que implica el contraste entre la vida miserable que provocan los regímenes socialistas y la inmensa satisfacción de vivir y disfrutar de la libertad.