El pasado viernes 3 de febrero la era Trump cumplirá escasas dos semanas de haberse iniciado, pero desde ya se vislumbra que las cosas no van a ser como antes en una gran cantidad de políticas públicas norteamericanas. Tanto en su estilo como en el fondo de la materia, la nueva administración parece empeñada en cumplir las promesas electorales a su base de apoyo, haciéndolo inclusive de manera intempestiva, como en los decretos sobre prohibición migratoria de ciudadanos de siete países musulmanes.
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Pero si hay un tema que afecta directamente a todos los socios comerciales de Estados Unidos por igual, es el de la visión del comercio exterior que tiene la nueva administración, y cómo esa visión se va a concretar en términos prácticos. No hay que perder de vista que lo que la impulsa es el descontento de los trabajadores de industrias transformadoras que se sienten perjudicados por la globalización, a la que culpan por su situación. Para ellos, la respuesta sencilla a este problema complejo que le ha vendido su líder es que “si subimos las tarifas arancelarias, esos empleos regresarán al país y todo volverá a ser como era”
Liquidación del Proyecto de Alianza Transpacífica (TPP). en la que, por el lado de las Américas participaban México, Perú y Chile, una amenaza de arancel del 40 % a las importaciones automotrices desde México, represalias a China por la supuesta subvaluación intencional de su moneda y, la más general y preocupante de todas, un denominado “Impuesto de Ajuste de Fronteras (IAF)” de carácter global, que en su versión en discusión en el Comité correspondiente de la Cámara de Representantes, podría ser de hasta del 20 %.
El razonamiento detrás del IAF es que este no es una tarifa arancelaria como tal, sino una compensación por el hecho de que en Estados Unidos no exista un Impuesto al Valor Agregado (IVA), como el que hay en los países a donde esta nación exporta y que los cargos aplicados a los productos importados son compensados por los créditos que se otorgarían en el momento de exportar productos desde EE. UU. Tomando como ejemplo las ensambladoras automotrices que operan en México y que en su conjunto importan el 40 % de sus insumos desde EE. UU, el 20 % que se le aplica al producto final habría recibido un crédito previo sobre ese 40 %.
Pero en el mundo de cadenas productivas globalizadas, donde un insumo se produce en un país, se incorpora en otro, y puede cruzar dos o más veces la frontera en su proceso de incorporación al producto que eventualmente llega al consumidor, los efectos asimétricos de ese impuesto de ajuste de fronteras no son fáciles de predecir, y hay una sola cosa que es cierta: va a haber ganadores y perdedores.
Los perdedores netos más importantes van a ser quienes hoy hacen exportaciones a EE. UU. y que tienen poco o ningún insumo estadounidense en su composición. Ejemplo de eso es, por ejemplo, el petróleo y sus derivados exportados desde Venezuela a nuestro principal socio comercial.
Si bien todo esto es preocupante, es importante tomar en cuenta el considerable margen de maniobra que existe para los países potencialmente perjudicados por este enfoque proteccionista. Este no es otro que el enorme abismo que existe entre las posiciones explicitadas por Trump y la ortodoxia tradicional del Partido Republicano en lo que al libre comercio se refiere. Es más, las organizaciones empresariales, y los líderes del Senado y la Cámara de Representantes, Mitch McConnell y Paul Ryan, han estado abogando porque sea más por la vía de reformas impositivas que arancelarias que se cumplan las promesas electorales.
La historia nos enseña que cada medida proteccionista genera una reacción similar en quien se percibe como perjudicado. Por otro lado, el sistema de formulación de políticas públicas norteamericano es complejo y da oportunidades para formar coaliciones que logren mitigar el afán proteccionista. Una renegociación y actualización del NAFTA y no su derogación total es la vía que parecen ensayar México y Canadá. El tiempo dirá si ese es el ejemplo a seguir.