Por Washington Abdala
La Argentina es una mujer golpeada. Además, es una mujer sometida. Y además, todavía, tiene el síndrome Estocolmo, no se anima a denunciar a su agresor y hasta le dispensa respeto.
La Argentina de Raúl Alfonsín (el mismo Raúl Alfonsín que todos aman) fue un país donde el peronismo incendió todo, donde los militares no aflojaban, la iglesia se entrometía y donde la economía se descontroló. ¿Cómo terminó? Don Raúl tiró la esponja antes de tiempo porque ya no daba más. Los que hoy lo aman son los mismos que lo puteaban y lo desalojaron.
Luego vino Carlos Menem, con patillas anchas y discurso riojano, para terminar haciendo vida de porteño look Isidorito Cañones, subido a los autos de carrera, mujeres por doquier, venta de todo lo que fuera algún activo del país y pizza con champagne. Final inevitable, crisis y devaluaciones de todo tipo.
En ese espasmo de delirio, el antiperonismo, con De La Rúa a la cabeza (UCR), cree que puede gobernar el país y lo intenta, nunca se puede contra la rosca peronista que todo lo tiene contaminado e inoculado, y así entre ineficacia y burradas termina arriba de un helicóptero con el país incendiado.
Por allí se instala el período de varios micropresidentes, como Puerta o Rodriguez Saa, que tiró todo por la borda. Adolfo Rodriguez Saa, un energúmeno importante, fue el epítome de la alienación argentina mandando a la mierda a todo lo que se le dio la gana en el congreso mientras los diputados aplaudían locos de la vida y el lunes el país estaba fundido y encerrado en si mismo. Duró unos días locos. Creo que luego estuvo Camaño uno o dos días, procurando huir de semejante asunto cuanto antes.
Viene entonces Eduardo Duhalde, frío, sin esquema de futuro inmediato, solo para transitar la debacle, pero con el boliche de haber gobernado la provincia y con el aplomo del político que sabe quién caga a quién. Nadie le pide demasiado porque ya no hay nada. Acierta con los equipos económicos y empiezan a trabajar. El FMI de vuelta tira alguna chuleta (Alfonsín ayudaba, la historia no recuerda esto, pero empujó con sentido patriótico como el que más).
Al final del corto período de Duhalde, hay que inventar un candidato y surge Néstor, lejano gobernador. Duhalde tenía que investir a alguien y creyó que “el pingüino” sería dominable. Parecía trabajador, era ambicioso y despedía cierto progresismo. Había amado a Menem. Se cuela.
Su primer mandato fue digno, por cierto, algo robó pero con mesura, no a la Argentina, con esa liberalidad que asusta (Jorge Batlle: “los argentinos son chorros todos, del primero hasta el último”, metáfora que buscaba demostrar que la clase política argentina causa espanto). Ya tendría tiempo de montar su banda.
Luego ya todo es más conocido, llega ella, se siente Nefertiti y cree que puede con mandos imperiales conducir la nave. Se puebla de cleptómanos y cleptócratas que la rodean. Los ve y no los ve. Empieza a creer en su mente que ella es más que Perón y Evita. Y construye su mito (nadie se lo dice, pero tiene patologías severas de distancia con la realidad). Igual, el mito, queda instalado para que luego sea gramscianamente utilizado.
El arribo de Mauricio Macri es el sueño dorado de Cristina (y de Macri, ambos se necesitaron siempre). Aristócrata, clase alta, formas atildadas, inserto en la estructura de poder económico de siempre en la Argentina, con discurso errático pero tozudo, constante y encuentra en el “desencanto” argentino hecho crema por el populismo cristinista la oportunidad de colarse al poder. Su padre le había dicho que era una locura sabiendo que nadie, o casi nadie, sale indemne de esa licuadora mecánica. No era tan boludo el viejo Macri.
Hoy, aparece el testaferro Alberto Fernández, lúgubre, venal, barato, casi penoso por creer que tiene algún dominio de situación escénico. Cero, solo un charlatán avivado que supo ser funcionario de Néstor, luego militó en el odio hacia sus patrones, y ahora por una epifanía de Cristina, que, en un acto de suprema inteligencia, lo transforma en socio edecán. Ella y sus muchachos de la Cámpora son la mafia que por detrás mueve todo. Y todavía tienen un ujier que se llama Massa (ni el nombre importa) que es solo un retazo de algo penoso que se llama “sigo currando con el poder un poco más porque no tengo idea lo que es laburar ocho horas”.
Esto es la Argentina de hoy. Esta es la clase política que tienen nuestros hermanos. Esto es lo que tenemos que ver, saber y entender para nunca imitar en nada.
Ser diferentes es la consigna: Artigas, muchachos, Artigas, no dejemos nunca que nos lo afanen.
Si algún día alienamos, y creemos que son divinos, está bien, vayamos en semana de turismo a pasear, veamos algún espectáculo, compremos los libros de Facundo Manes, pero al toque, rajemos. Esta gente no está bien. Y son tóxicos con ellos mismos.
Y si crees que exagero, preguntále a Messi en el mano a mano qué cree de sus connacionales, verás que son complicados y pico.
Washington Abdala es abogado, escritor, docente de Ciencias Políticas en Uruguay y representante de la Secretaría General de la OEA en el diferendo de Guatemala y Belice.