En mayo de 2019 el autoritarismo de eurócratas del nuevo consenso socialista “democrático” –tan corrido a la izquierda como abundante en privilegios y corruptelas entre empresarios mercantilistas, políticos y burócratas– enfrentará un nuevo desafío: elecciones al Parlamento Europeo tras el Brexit. Primer campanazo de rechazo abierto al elitista autoritarismo desembozado de los eurócratas.
Una alarma apocalíptica entre medios e intelectualidad –no “inteligentzia” sino “idiotgentzia”– porque al legislativo de la Unión Europea (UE) ingresará un bloque de partidos de supuesta “extrema derecha”. Forzarían una profunda redefinición de la Unión. O la colapsarían.
Con arrogante estupidez, políticos, intelectuales y “periodistas” insisten –sin reflexionar– en un continuo boicot de tales partidos. Principalmente difamándolos sin vergüenza. El único efecto ha sido el crecimiento continuo de esos partidos. Y el desprestigio –ganado a pulso– de intelectuales y medios de la “difamación preventiva”.
Insistir en la era de la información en tan grosera y primitiva propaganda no podía sino desprestigiarlos, y fortalecer al objeto de sus campañas. Pero los mandarines de la prensa –tan arrogantes y desconectados del ciudadano común como sus socios burócratas y políticos– no pueden concebir que aquellos a quienes ven como siervos osen pensar por sí mismos. Ni que voten fuera que lo que ellos dicten.
El mal de Europa es el autoritarismo, la censura políticamente correcta del nuevo marxismo, y la arrogante insistencia de los eurócratas en correrse mediante regulaciones a la izquierda –ante un electorado que se corre a la derecha– Es el patetismo de pasar sus dudosos programas y obvias aspiraciones autoritarias por “valores europeos”.
El difamar sin disimulo, atacando la soberanía –y la democracia– de europeos que osan votar por quienes no se sometan al consenso. Hungría se destacó como el blanco a derribar. En lugar de caer, se le suman Polonia y Austria; más recientemente Italia.
Muchos de los nuevos políticos más exitosos han sido estigmatizados como xenófobos antidemocráticos de ultraderecha. Revisando sus programas, resultan ser en casi todos los casos simples conservadores nacionalistas –y sí, se les aproximan sin mucho éxito grupúsculos radicales marginales– Pero de Demócratas de Suecia, o Alternativa para Alemania (AfD) o VOX de España, entre otros muchos partidos, hablamos casi exclusivamente de conservadores nacionalistas muy lejanos del fascismo o nacionalsocialismo reales.
Que al previo éxito de partidos de ultraizquierda con métodos populistas e indiscutibles nexos ideológicos, políticos y financieros con el radicalismo islámico Iraní y dictaduras totalitarias en Cuba y Venezuela. Nadie entre esa intelectualidad –ni en grandes medios del consenso– osara calificarlos de ultraizquierda, filo-totalitaria contraria a los valores de Europa, fue un síntoma significativo.
La preocupación por el futuro de la UE es razonable –de mantener su rumbo actual, se dirige a mediano o largo plazo al inevitable colapso– pero concentrarse en la caricatura difamatoria de grupos políticos conservadores nacionalistas es peor que un error.
Es una estupidez. Cómo sería ponerlo en los –esos sí filo-totalitarios– partidos de ultraizquierda antes fortalecidos electoralmente por medios populistas (que pasan prensa e intelectuales piadosamente por socialdemócratas comunes).
Porque estos últimos –como Die Linke en Alemania o Podemos en España– tocaron techo y tienden a debilitarse rápidamente como alternativa al hartazgo del consenso. Apenas logran en España cogobernar accidentalmente resistiéndose a medirse en votos.
En gran parte de Europa, los abstencionistas serían el primer “partido”. Y si alguna vez se toman la molestia de votar, se inclinan por mal denominados “partidos de protesta”. Los del electorado en más rápido crecimiento. ¿Será efectivo combatirlos escalando la difamación y el fallido aislamiento que hasta ahora lo único que han logrado es fortalecerlos? Pues una definición de locura –y de idiotez– es insistir en lo que hemos comprobado –sin lugar a dudas– que logra un indeseado efecto, esperando que produzca mágicamente el contrario.
Mejor sería para eurócratas, intelectuales y propagandistas –periodistas dejaron claro que no son, con su auto-otorgada patente de corso para difamar y desinformar en función de una agenda ideológica– y políticos del consenso, la autocrítica del callejón sin salida al que condujeron a Europa.
Y sí, la vieja Europa todavía tiene políticos y burócratas profesionales que trabajan por el interés general de sus países –y de la UE– Pero son una especie en extinción. De una parte, el estigma –desgraciadamente justificado– del político se traduce en incentivos de selección negativa. Mayormente se le limita a los peores –oportunistas, deshonestos y autoritarios– el ingreso y ascenso político.
De la otra, lo que alguna vez fueron –para para bien y mal– burocracias profesionales independientes sin visión ideológica y al servicio del Estado. En el mejor de los casos, pudiéramos agregar “de Derecho”. Hoy son desplazadas –única y exclusivamente para mal– por fanáticos con agenda ideológica radical que se sienten legitimados para imponerla por mecanismos que rayan en el totalitarismo –y pasan por la más grosera ingeniería social– sin haber sido electos. Abusan del poder que la socialdemocracia concentró en los Estados del Bienestar.
Cada día más votantes en Europa creen que sus opiniones o preocupaciones son completamente irrelevantes para sus políticos tradicionales. Y que las burocracias nacionales y europeas los ven –y los tratan– como siervos para adoctrinar y exprimir. El problema no es que lo piensen. Es que tienen razón. Y los únicos políticos que responden a sus preocupaciones justificadas –bien o mal– son esos nuevos conservadores nacionalistas envueltos en la identidad cultural del continente.
Y la bandera de cada nación. Los europeos comienzan a entender que el Estado de Bienestar está en serios problemas y eventualmente fallará –tímida aproximación al hecho real: El Estado del Bienestar es económica y financieramente inviable a largo plazo– Fue la clave del populismo del consenso. Pero es inviable. Y como sus políticos y eurócratas se niegan a admitirlo y corregirlo desde dentro, resistiendo por cualquier medio al cambio que los amenaza desde fuera, hoy son ellos, y no los “partidos de protesta” la mayor amenaza a la existencia misma de la Unión Europea.