Para sobrevivir y prosperar tras el colapso soviético, el marxismo occidental del siglo XXI adoptó como nueva ortodoxia, una Escuela de Frankfurt que postulaba –entre otras cosas– multiplicar al “sujeto histórico” de la revolución en las sociedades capitalistas avanzadas. Como los soñados “muchos Viet Nam” del carnicero de La Cabaña. Su agitación y propaganda requirió –entre otras justificaciones intelectuales– la ideología de genero.
Un complejo, intensamente contradictorio y rápidamente cambiante conjunto de dogmas que, imponiendo la ideología marxista sobre la biología –como había hecho Lisenkov con la “agronomía proletaria” para “soporte” de alucinaciones voluntaristas que ocasionaron las hambrunas de Mao– en el feminismo de género –iniciado por Simone de Beauvoir– impuso a la mujer el papel de “nuevo proletariado”. Incorporándole luego como “sujeto histórico” adjunto, al confuso y cambiante colectivo de siglas LGTBI Etc. mediante el que pretenden dictar y regir una condición homosexual “políticamente correcta” a su servicio.
Peligrosas –a la escala del totalitarismo genocida de la religión marxista– pero risibles en sus contradicciones. Activistas homosexuales exhibiendo al “che” que se empeñó en perseguir y encarcelar –incluso a militantes revolucionarios– por la “degeneración burguesa” de homosexualidad. O atacar lesbianas por no encontrar sexualmente atractivo un hombre que declare sentirse mujer. Para la ideología de género, la naturaleza misma de la homosexualidad, la atracción sexual por personas del mismo sexo, es una degeneración capitalista ahora llamanda: transfobia.
No resumiré aquí lo que la biología explica sobre la materia. Toda ideología negará la realidad que no coincida con sus dogmas. Como negará toda verdad científica –y no por estar sujeta a cambiar por avance de la investigación y competencia de paradigmas– que la ponga en duda. Pero dejemos sentado que la ideología de género –como la han formulando los marxistas postmodernos– es irremediablemente contraria a la biología y neurociencia actuales.
El socialismo postmoderno –marxismo cultural– identifica conflictos –reales o imaginarios– traducibles a conjuntos de oprimidos y opresores con los que su dialéctica histórica multiplica los “sujetos históricos” de su revolución. Es apropiación y manipulación de reclamos, legítimos o no. Causas, incluso legítimas, que colonizan agregando distorsionándolas en cada vez más entremezclados y confusos conjuntos de víctimas. La causa es legítima cuando se viola el principio de igualdad ante la ley. Lo sigue siendo cuando tras establecerlo, prevalecen prejuicios institucionalizados que sirvan al mismo efecto. Y a tales rémoras moribundas se aferran los marxistas para “resignificarlas” en términos “históricos”. Es decir, atribuir al capitalismo culpa en lo que el capitalismo –no el socialismo– ha tendido y tiende a superar.
Con conflictos apropiados y “re-significados” para forzar al papel de revolucionarios a quienes primero reclamaron igualdad ante la ley, y luego dignidad mediante la tolerancia civilizada, el neomarxismo busca varios objetivos. Forzar a quienes integran esos “colectivos” a encuadrase en posiciones de izquierda, posponiendo sus propios fines comunes en un confuso y cambiante maremágnum ideológico anticapitalista que poco, o nada, tiene que ver con ellos. Estigmatizar a los mejores de esos grupos cuando rechazan la manipulación marxista; e inducir sesgos prejuiciosos contra las personas –cuyas causas coloniza y manipula el marxismo– entre quienes rechazan al socialismo.
La provocación escandalosa es útil al marxismo “cultural” porque colonizar ideológicamente la causa de un grupo requiere que quienes rechazaban acertadamente al colonizador, también rechacen equivocadamente al colonizado. Cuando Leonor Silvestri en su panfleto neo-marxista titulado, Foucault para encapuchadas, publicado en 2014, afirma “El mundo les pertenece a los heteros y no lo cederán voluntariamente. Habremos de tomarlo por la fuerza. Habremos de forzarles el culo para que lo abran. (…) son el despreciable desperdicio del capitalismo que impulsan” busca que quien rechace su marxismo sientan aversión por todo homosexual. Quiere que quien odia el totalitarismo criminal que ella defiende rechace la propia condición homosexual al identificarla con ese totalitarismo. Le importa porque su peor enemigo son aquellos homosexuales y lesbianas que nunca aspiraron a destruir al capitalismo. Los que aspiraban –y han logrado– la igualdad ante la ley en occidente. Y buscan la institucionalización de la tolerancia que requieren para vivir dentro –no contra– los valores y tradiciones de sus sociedades. Para ser integrantes respetables de la sociedad. Quienes rechazan que se les imponga el papel de agentes de destrucción del orden social que aceptan y cuya aceptación desean.
En cuanto a igualdad ante la ley en las sociedades occidentales de hoy, feministas y activistas de derechos homosexuales primero alcanzaron –completa o casi completamente– y luego permitieron que otros desviaran sus objetivos legítimos. En cuanto a costumbres, es más lento e inevitablemente complejo. No por un mítico heteropatriarcado capitalista sino porque –además del que las costumbres institucionalizadas no cambian rápidamente– ese mito –y la ideología de género del que forma parte– impulsan repartos políticos de privilegios por cuotas de discriminación “positiva” que crean otras injusticias, con su conflicto, envidia y culpa. Y destruyen la igualdad ante la ley, enervando la cooperación social.
Antes que Engels teorizara destruir la familia para destruir al capitalismo, lo intentaron los comunistas del siglo XV y XVI –taboritas y anabaptistas– Explicaba Hayek en La Fatal Arrogancia, a quienes lo creen novedoso, que “demandas de exoneración de las costumbres morales son arcaicas. Los que defienden esta liberación podrían destruir las bases de la libertad y romperían los diques que impiden que los hombres dañen irreparablemente las condiciones que hacen posible la civilización”. No les importa. Creen que de esa destrucción nace el mundo totalitario que sueñan. Las personas no les importan. No protestaran la brutal discriminación legal –y tradicional– de la mujer en sociedades musulmanas. Ni contra países en que la homosexualidad es perseguida por ley hoy, en día. Porque comparten destruir al capitalismo. Y a la civilización occidental. Lo único que les importa.