
Un buen amigo y excelente filósofo, Gabriel Zanotti, explica que la teoría de la explotación marxista es un muy generalizado horizonte de pre-comprensión. Una cultura que muchos comparten sin considerarse marxistas. Diría yo que es clave del socialismo en sentido amplio. Mitos compartidos desde creencias primitivas con fuerte asidero emocional. Contra-factuales y absurdas. Determinando tiempos y culturas para mal.
Salvo limitadas excepciones se ha denominado derecha en Iberoamérica a versiones de ese socialismo en sentido amplio. Eso explica buena parte del desastre del sub-continente. Así fue como Venezuela llegó al totalitarismo desde un gobierno electo eternizándose en un poder cada vez más concentrado. Porque su democracia –aparentemente sólida– se estableció boicoteando todo fuera del consenso de izquierda moderada. Toleraron apenas la ultraizquierda, militarmente derrotada y electoralmente dispersa. Entregándole universidades nacionales y aparato cultural del Estado para vivir del presupuesto jugando al radicalismo. Nunca lo que pudiera romper el consenso por la derecha.
Y la ultraizquierda llegó al poder por el sostenido empobrecimiento que el socialismo moderado ocasionó en una de las economías más prosperas del mundo. No había otra alternativa política fuera del consenso. Aparte del petróleo –monopolio estatal del subsuelo y la industria– Aquél consenso cerrado fue una peculiaridad venezolana. Que explica por qué entre países gobernados por partidos del Foro de Sao Paulo, Venezuela sufrió la mayor destrucción material y moral. Y una dictadura –con decreciente maquillaje democrático– avanza al totalitarismo sin obstáculo interno. Influyó la ausencia de justicia independiente, que no sería peculiaridad de Venezuela, sino común en Hispanoamérica.
Brasil es diferente. Tiene tamaño, diversidad y población de continente. Y a diferencia de la América española, la portuguesa no se fragmentó. Su independencia, y cambio de imperio a república, fueron mayormente pacíficos. Aunque hay paralelismos culturales, políticos e ideológicos con el resto del subcontinente. Ascenso de populismos democráticos. Dirigismo estatista en dictadura. Proteccionismo estatista como fallido modelo de desarrollo de civiles y militares. Resultados mixtos y decepcionantes de una incompleta apertura al mercado. Corrupción y mercantilismo. Intelectualidad, arte y medios escorados a la izquierda.
Pero Brasil –al menos recientemente– descubrió que contaba con un poder judicial independiente. Capaz de perseguir y encarcelar poderosos políticos y empresarios tras redes multimillonarias de corrupción continental. De destituir jefes de Estado por violar la Ley. Y de condenar y encarcelar ex presidentes corruptos. De resistir presiones del poder y la calle. Eso no existe en Hispanoamérica. Y excepto en Perú, no hay señal de que pudiera emerger. Sino de lo contrario. Brasil –como Hispanoamérica, EE.UU. y Europa– vive una ruptura entre gente común y elites –intelectuales, de negocios mercantilistas y políticas– que incluyen a grandes medios tradicionales.
Las circunstancias locales son tan importantes como el fenómeno generalizado. Y las circunstancias explican que Jair Bolsonaro, a quien la gran prensa de Brasil y el mundo difaman denominándole neonazi, sumara casi la mitad del electorado –muy por encima de su más cercano competidor– en la primera vuelta de las presidenciales. Y tenga la mayor posibilidad –no la certeza– de ganar la segunda vuelta.
En la prensa, y según los mandarines rojos de la intelectualidad, los grandes temas de Brasil irían de la desigualdad –más que la pobreza– a la aspiración de una radical reforma agraria, pasado por el supuestamente masivo rechazo a la prisión de Lula. Y a la destitución de Dilma –aunque la supuestamente tan popular ex presidenta perdió la elección al Senado, quedando en cuarto lugar para su circunscripción– Hasta la ideología de género –en Brasil mediáticamente concentrada en violentos crímenes de odio contra transexuales– Y la influencia conservadora de pastores evangélicos en la política.
Pregunte al brasileño común –de estratos medios y bajos– y los urgentes temas de Brasil son la criminalidad generalizada y su impunidad, la corrupción, administrativa, policial y política. Y la crisis económica tras el fracaso de los corruptos gobiernos de Lula y Dilma.
Tras una lectura seria del programa de Bolsonaro. Nada de nacionalsocialismo. Nada de fascismo. Ni rastros. Verlo en Israel muestra que es cualquier cosa menos nazi. Lo apoyan deportistas, artistas, políticos y gente común negra, poniendo en duda lo del racismo. Sus polémicas respuestas a una diputada del PT, feminista que le difama llamándole violador –por proponer él, la castración química de violadores recurrentes– señalan por qué lo odian las “feministas” del PT. No las mujeres de Brasil.
Es un conservador con tres décadas en política. Dos como diputado federal. Con prejuicios contra homosexuales. Pero defiende la igualdad ante la ley de esos contra quienes tiene prejuicios. Militar tempranamente retirado –como capitán– tras insubordinarse publicando un artículo sobre bajos sueldos de la oficialidad en una popular revista. Ferviente anticomunista, simpatiza con el anticomunismo de la dictadura militar. Y su fallido modelo económico.
Pero admite no saber de economía y confía en expertos. Fervientes liberales. Entre ellos su hijo. El diputado más votado de Brasil. La caricatura de la prensa para debilitarlo fracasa por falsa. Y porque no pueden asociarle a corruptela alguna. Ni negar que comparte las preocupaciones de los brasileños comunes. Distintas y distantes a las de intelectuales y políticos.
La economía de Brasil se infló en una burbuja de crédito barato y gasto populista. Fallido modelo económico de Lula. Los que así parecían salir de la pobreza, a la pobreza regresan al desinflarse la burbuja. Pero Brasil podría crecer realmente, privatizando y abriendo mercados. Y puede hacer mucho más contra la corrupción con un ejecutivo que apoye –por propio interés político– a quienes la persiguen. En lugar de resistirlos. Es Bolsonaro quien está ante los muros de la fortaleza. No la fortaleza de la democracia. Sino la de la alianza entre corrupción, ultraizquierda, narcoterrorismo y crimen organizado. La que defiende a las peores dictaduras del continente. Y nos guste o no. Es el único que realmente amenaza con derribarlos.