Que en cuanto al sentido de justicia los hombres tenemos intuiciones morales es prácticamente indiscutible, que esas intuiciones llegan a contradecirse entre sí, es algo tan fácil de observar como difícil de explicar. Y lo explica el que nuestras intuiciones morales se corresponden a tradiciones morales evolucionadas con diferencia de decenas de miles de años.
A nadie extraña que no apliquemos las mismas normas morales en nuestras relaciones pacíficas con quienes compartimos vínculos estrechos que con extraños. Hasta cierto punto, cada cultura sería una solución evolutiva a la reconciliación de las evidentes contradicciones de dos morales coexistentes. Hay dos intuiciones de justicia tras esas diferencias; imponer el sentido de justicia y la tradición moral del orden más primitivo de nuestra especie sobre el más complejo y rico desarrollo civilizatorio que hemos alcanzado es una obviamente absurda, pero con una estafa bien presentada, lo absurdo se puede disfrazar de racional pasando los mitos del pasado más primitivo por falsa esperanza de un nuevo futuro brillante.
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Mostrarnos que las creencias primitivas en la hechicería y las teorías socialistas son narrativas míticas esencialmente idénticas es uno de los aspectos más importantes del trabajo de sociólogo Helmut Shoeck. En su obra, La envidia y la sociedad, Shoeck explica como los hombres primitivos “consideran como caso normal el de una sociedad en la que en cada momento concreto todos sus miembros tienen una situación absolutamente igual. (…) Pero (…) Comoquiera que no consigue explicarse racionalmente las desigualdades existentes, este hombre primitivo atribuye causalmente las desviaciones (…) a los poderes maléficos de otros miembros de la comunidad.” También señala como “la incapacidad de reconocer que otros pueden tener ventajas o méritos que no han debido robar necesariamente a un tercero, (…) se encuentra también entre los individuos de las altas culturas”. Pienso que quienes mantienen esas creencias no han interiorizado la moral civilizada. Son simples salvajes, más o menos adaptados por imitación a las prácticas de la civilización, pero no son capaces de comprender la relación de causa-efecto entre las costumbres y valores morales de la civilización y sus logros materiales.
La existencia misma de la civilización —orden emergente de la selección evolutiva espontánea de resultados involuntarios e impredecibles de acciones creativas que buscaban fines propios— nos da cuenta del enorme poder de la creatividad que en potencia se encuentra en cada cerebro humano. Miles de millones de mentes creativas actuando libremente son una fuente inconmensurable de cambios imprevistos. Y, por supuesto, eso implica la necesidad de adaptación constante, y en última instancia, a la incertidumbre como única certeza.
Negándose a ver que todo valor material, intelectual y moral ha emergido de la misma libertad de la que emerge aquélla incertidumbre; negando absurdamente que sin sus causas efectivas no surgirían nuevos efectos y se perderían poco a poco los existentes; anclado en la envidiosa moral colectivista del salvaje primitivo; el pusilánime promedio abrumado por la incertidumbre del futuro se empeña en una ilusión de seguridad absurda, sin futuro. Y así socava los fundamentos morales sin los que no existiría la civilización, o él mismo.
Schoeck explica que “No hay, en verdad, una gran diferencia entre las creencias en la magia negra propias de los pueblos primitivos y ciertas ideas modernas. Mientras que, desde hace más de un siglo, los socialistas se consideran robados y estafados por los empresarios (…) en virtud de una abstrusa teoría del proceso económico, el hombre primitivo se considera robado por su vecino porque éste, con ayuda de la magia, ha sido capaz de embrujar” La creencia en la hechicería como fuente maligna de la diferencia y la creencia en la teoría marxista de la explotación, funcionan exactamente igual como justificaciones míticas para el exterminio del supuesto brujo y del supuesto enemigo del pueblo. En noviembre de 1917 Lenin —quien consideraba una desgracia que el “comisario del pueblo para la justicia” no se pudiera llamar claramente “comisario del pueblo para el exterminio social”— introdujo la categoría legal de “enemigo del pueblo” y ya en mayo de 1918 fue posible observar los restos de “las clases hostiles” como “cadáveres con las manos cortadas, con los huesos rotos, con las cabezas arrancadas, con las mandíbulas destrozadas y los órganos genitales cortados”.
No es diferente la justificación que daban aquellos criminales de la que María Estremadoiro explica que usaron para justificase los asesinos de Jorge Cano en agosto del 2010 en el municipio Alalay, departamento de Cochabanba, Bolivia. Aquel crimen fue precedido por la condena a muerte bajo la acusación de haber embrujado a otro vecino gravemente enfermo “Cuando se va a morir el don Migue Aquino a Jorge Cano, vivo vamos a enterrar. Eso se va a llamar justicia comunitaria” como efectivamente ocurrió, acompañado de un acta redactada por un estudiante de derecho y la afirmación de un dirigente comunitario en torno a que “¿cómo nos va a ganar una persona a nosotros, nosotros somos hartos?” Los “brujos” linchados por la “justicia comunitaria” boliviana como los “enemigos de pueblo” asesinados por la “justicia proletaria” soviética fueron víctimas de crímenes que se justificaron en el mismo tipo de creencias míticas. La clave está en que para el hombre primitivo la envidia es indistinguible de la justicia. Y una vez que logra racionalizar en la civilización un nuevo disfraz para revestir la vieja creencia en algo tan mítico como la hechicería. Tal disfraz sirve para darle soporte a ese sentido de “justicia” injusto y primitivo. Y es así como un reclamo de “justicia” envidiosa y ancestral se transforma en la mayor amenaza para la existencia misma de la civilización.