Equivocado en todo, afirmaba Marx que la burguesía estaría obligada a una creciente explotación del proletariado para compensar caídas de ganancias en su profecía de acumulación y concentración de capital. En alemán sonó bien llamarlo “cruel ley de latón de la oligarquía”, pero no en otros idiomas, por lo que se tradujo como “ley bronce”, o “de hierro”. Esta afirma, grosso modo, que el capital se concentra, su renta baja y para compensarlo, aumenta inevitablemente la explotación del trabajo, depauperando forzosamente al proletariado.
Para Piketty, el referente posmoderno de una izquierda maquillada de democrática cuyos seguidores no se toman la molestia de leer, el empobrecimiento sería relativo y resultado de lo contrario: del que el capital obtenga mayor renta que el promedio y el trabajo. En la “ley de hierro pikettiana” no es la menor, sino la mayor tasa de ganancia del capital la que “explota” automática y relativamente al trabajo. Esta teoría basta y sobra para excitar el resentimiento envidioso indispensable al socialismo. Sin proletariado depauperado a la vista, la realidad destrozó la absurda teoría marxista. Tranquiliza a muchos socialistas que el que los trabajadores sean cada vez más prósperos en donde hay más capital, no debilite empíricamente los postulados de Piketty.
Prefieren negar lo menos obvio. Lo que el modelo de Piketty exige negar es que capital vale algo únicamente cuando puede producir renta capaz de reponerlo y alcanzar ganancias, que vale más o menos según sean dichas ganancias. Y que cuando ya no las produce, o se le valora en menos de lo que cueste reconvertirlo a una inversión productiva, o no vale nada. La reconversión del capital fijo de una inversión que ya no es productiva a otra que lo sea es un problema porque no hay nada de homogéneo en el capital fijo realmente invertido.
Si su modelo fuera correcto, de ahí no se deduciría como económicamente eficiente una tasa global de impuesto a las grandes fortunas –que Piketty defiende, admitiendo que no lograría redistribuirlas, sino erosionarlas. Admitamos pues que defiende la destrucción de capital para igualar en la pobreza. Lo que se deduciría son fondos capitalización para pensión en los que la acumulación de ahorros de largo plazo de los trabajadores fácilmente alcanzarían las dimensiones de grandes capitales sobre los Piketty afirma que “una vez acumulado, el capital tiende a reproducirse a sí mismo más rápido de lo que aumenta la producción. El pasado devora al futuro”.
Según el economista, esto sucedería “con independencia de si la riqueza de una persona de 50 o 60 años es producto del ahorro o de la herencia, lo cierto es que, a partir de cierto nivel, el capital tiende a reproducirse a sí mismo y a acumularse exponencialmente. La lógica de r>g implica que el empresario siempre termina transformándose en un rentista”. Los trabajadores, asociando sus ahorros en gigantescos fondos de inversión de largo plazo, los invertirían fácilmente en esa mágica máquina automática de capitalización sin esfuerzo. Compensarían lo que pierden como factor trabajo al obtener su parte de las ventajas del gran capital de las que habla Piketty.
El “Capital en el Siglo XXI” de Piketty es un libro es largo y de lectura pesada en el que los prejuicios ideológicos del autor se revelan como más que un simple sesgo. Ejemplo de ello es que intente desechar el asunto de lo las pensiones de capitalización individual como mecanismo de inversión sin el menor análisis. Piketty defiende su envidioso impuesto sin considerar sus efectos sobre los propios trabajadores. Al mismo tiempo, rechaza olímpicamente la capitalización de los ahorros de trabajares que obviamente se deduciría de su modelo. Esta capitalización tendría un fuerte efecto redistributivo si ese capital de los trabajadores quedare libre del expolio fiscal que propone. No olvidemos que exige un impuesto para destruir capital sin favorecer otra cosa que la satisfacción del resentido – al que también empobrecerá esa destrucción del capital mejor invertido, por no hablar de la fatal distorsión de incentivos.
Piketty improvisa endebles motivos para que no sean capitalistas los trabajadores con sus ahorros. Y es ahí cuando se le esfuman los míticos rentistas sin esfuerzo. Sostiene que “a la hora de comparar los méritos del sistema de reparto y del sistema de capitalización, hay que tener en cuenta que el retorno del capital resulta extremadamente volátil. Sería muy arriesgado invertir todos los ahorros para la jubilación en los mercados financieros globales. El hecho de que r>g como media no significa que eso sea cierto para toda inversión individual. Para una persona con recursos que pueda esperar entre 10 y 20 años para cosechar los beneficios, el retorno sobre el capital puede ser ciertamente atractivo. Pero cuando se trata de sufragar los gastos básicos de toda una generación, sería bastante irracional jugárselo todo a la ruleta”.
Piketty no podría ignorar que los fondos de reparto son financieramente insostenibles en la dinámica poblacional actual. Y que, en los de capitalización, no es cada pequeño inversionista quien invertiría por su cuenta y riesgo, sino que todos y cada uno acumularían mediante aportes regulares, fondos que institucionalmente serían gran capital. Ni que ahorrando a largo plazo para su retiro los trabajadores esperan más de una o dos décadas para empezar a disfrutar sus pensiones. O que el manejo de cuentas individuales de capitalización para el retiro debe reducir el perfil de riesgo de inversión de cada cuenta individual al aproximarse su maduración. O que las pensiones a cobrar con su parte del ahorro capitalizado se separarían de esos fondos en los que se acumuló para garantizar pagos regulares fijos por la industria aseguradora. Un economista académico de su nivel no puede ignorar el ABC del mercado de valores, pensiones de reparto, de capitalización, y las matemáticas actuariales. Lo cierto es que, al elegir ignorarlas olímpicamente, debido a sus fuertes prejuicios socialistas, fue el propio Piketty quien mejor refutó a Piketty.