El metro de Caracas es escenario de contradicciones. Hace tres décadas fue vitrina de limpieza, eficiencia, seguridad y civismo en una ciudad que empezaba a perderlos. Hoy es vitrina de la quiebra económica y moral de un país hundido en la miseria por casi dos décadas de socialismo revolucionario. Con gobiernos un poco menos socialistas –pequeña diferencia en causa hizo enorme diferencia en consecuencias– el metro de Caracas se distinguía por seguridad, eficiencia y limpieza en una ciudad que ya era insegura, ineficiente y sucia. Mucho menos que la derruida y bárbara urbe actual.
Impresionaba la conducta civilizada de funcionarios y pasajeros. Se trataban con respeto y dignidad. Seguían normas comunes y despreciaban a quien no lo hiciera. Tuvo razón un político de entonces afirmando “no somos suizos” por la forma de comportarnos en la superficie. Que podíamos ser como los suizos con incentivos adecuados quedaba a la vista en el metro. Podíamos seguir y defender reglas de conducta civilizada. Y enorgullecernos de ello. Empleados –del Estado– y clientes de todo estrato socioeconómicos compartieron una incipiente y civilizada cultura del metro. Con la revolución, se fue al diablo. Recientemente, un diario de propaganda revolucionaria se permitió titular en primera plana que el metro es territorio de hampones impunes. Es lo peor. El resto es retraso, ineficiencia, suciedad, mendicidad, buhonería, desorden y mal servicio. Subdesarrollo, violencia y miseria. Cambiaron los incentivos y la civilización dio paso a la barbarie.
Pero la barbarie no es como creen quienes no la padecen. En muchos sentidos es todo lo contrario. No es falta de leyes, reglas y autoridades. Es la arbitraria hipertrofia de todo aquello en un absurdo caleidoscopio de autoritarismo ilegitimo y disperso. Recientemente observé un ejemplo en un vagón del metro. Tras vendedores de chucherías y menesterosos limosneros llegó un predicador evangélico particularmente aburrido. Entraron dos personas –sin uniforme– pero exhibiendo carnets y gritando “personal del metro de Caracas, está prohibido predicar la palabra en las instalaciones del sistema metro, está detenido para iniciarle un procedimiento”. Inmediata reacción de un buen número de pasajeros reclamando airados que no podía llevárselo por estar predicando algo bueno. Un anciano reclamó lo que sí era de reclamar, afirmando: “La Constitución garantiza el derecho a la libertad de expresión y la libertad de culto. Estamos en un lugar público en el que poco o nada se ocupan de evitar atracos, que son delitos, y buhonería y mendicidad que son faltas a las normas. Predicar ni lo es, ni puede serlo, porque tal norma violaría una ley superior. Sorprendidos y escandalizados por la inesperada y para ellos intolerable oposición del Derecho a su “autoridad”. Y superados por la protesta de abundantes correligionarios del predicador –quien nunca se opuso a ser detenido– cambiaron su discurso. Gritaron que había un falso predicador robando en el metro y que tenían que investigar a todos los predicadores. Cierto o falso, les funcionó. Parte de los que protestaban cedieron. Otros, ante la peregrina esperanza que fuera una acción real contra frecuentes delitos en el metro, defendían a los burócratas. Alguien comentó que la seguridad ante presuntos delincuentes es función de policías nacionales adscritos al metro con lo que el procedimiento además de inconstitucional –lo que a mí al menos no me sorprendía en lo más mínimo–, no parecía muy regular contra un presunto delincuente. Si la mención del delito era excusa, lucía tan regular y común como las frecuentes violaciones de derechos de las personas por cualquiera que se crea autoridad en el Estado fallido en el que el socialismo revolucionario está transformando a Venezuela.
Sin el predicador , el tren continuó su camino con discusiones entre quienes reclamaban que se habían violado derechos fundamentales y los que defendían tales violaciones afirmando “por eso los roban, no apoyan a los que persiguen delincuentes”. Muchos mencionaban su sospecha de que el delito que en realidad ocurriría sería la extorsión a la que temían se reduciría el anunciado “procedimiento”. Este tipo de anarquía no es la ausencia de autoridad. Es la hipertrofia de la autoridad ilegitima. Empieza con policías, militares y delincuentes imponiendo “su ley” contra de los derechos de las personas. Recordemos un general comprometido con la revolución declarando “no quiero ver más guardias nacionales cometiendo atrocidades en video”.
Es noticia frecuente la denuncia de presuntos militares extorsionando y robando en aeropuertos. No lo es menos la de funcionarios de todo tipo abusando de su autoridad en todas las formas imaginables. Damos por normal que partes del territorio sean gobernadas por delincuentes que imponen su propia y arbitraria “ley”. El Estado a veces los deja en “paz”. Otras, negocia con ellos. O los recluta como tonton macoutes rojos. Y ocasionalmente los combate. Cuando lo hace, abundan denuncias de secuestro, extorsión, tortura y asesinatos y desapariciones forzosas. Muchas pudieran ser falsas. No todas. En lugar de representantes de la ley contra delincuentes, lo que vemos parece un enfrentamiento entre delincuentes por el control del territorio. Y no se limita a funcionarios del Estado y delincuentes armados. Cualquiera que se crea o sienta “autoridad”, desde un simple guardia de seguridad, o un cajero, inventa e intenta imponer arbitrariamente “su ley”. Y eso, es la barbarie. La ley se origina en la costumbre moral. La principal costumbre moral de la civilización es respetar el derecho ajeno. La del bárbaro imponer su voluntad por la fuerza contra el más débil, y humillarlo para resarcirse emocionalmente de su propio servilismo abyecto ante cualquier otro bárbaro más fuerte que él. Es lo que veo en medio de la miseria y la desesperanza en la Venezuela de hoy. No es un camino sin retorno. Cambiando los incentivos, las mismas personas cambiarían sus conductas. Las conductas se hacen costumbre, aquella tradición, y la tradición: Moral. Origen del Derecho|. Pero es un gigantesco esfuerzo de autenticas élites el cambiar los incentivos.