Los liberales –y es algo en lo he insistido mucho– somos en cierto sentido hijos del iluminismo –Hayek mediante, más del racionalismo crítico del iluminismo escocés que de los excesos del racionalismo cartesiano en una razón omnipotente– pero todavía y en muchos sentidos, somos racionalistas. Seguimos empeñados en creer –contra toda evidencia– que la razón tendría que ser suficiente para cambiar creencias ideológicas y preferencias políticas frecuentemente mayoritarias y peligrosamente erróneas. Y no lo es. Por una parte, porque en el hombre civilizado subsisten –atenuados pero no desaparecidos– poderosos atavismos emocionales propios del salvaje, lo que no trataré aquí. Por otra parte, está lo qué trataré aquí en ésta oportunidad: que la razón tiene límites. Aunque sea la más poderosa herramienta de supervivencia de nuestra especie, ni es la única que determina nuestras conductas, ni la que prevalece en nuestras preferencias de fines.
Hay cierto racionalismo instrumental más o menos universal –y subjetivo– pero estrictamente de medios. No de fines. Por eso que de poco sirve mostrar a la luz de la razón que:
- La realidad objetiva y natural –jamás social o ideológica– de la escasez.
- La abrumadora evidencia teórica y empírica de la superioridad absoluta del mercado libre para sostener la vida de millones en condiciones superiores a las de cualquier otro orden económico.
- La indiscutible imposibilidad de procesos intersubjetivos de mercado en ausencia de plena propiedad privada.
- Hay necesaria correspondencia entre el orden espontaneo evolutivo de mercado y su correspondiente marco jurídico y moral.
De nada sirve la razón ante individuos convencidos de la supuesta maldad moral que sustentaría tales productos de la civilización, y la supuesta bondad moral inherente de entelequias incapaces de producir otra cosa que destrucción material y moral. Mientras subsista el convencimiento moral erróneo, el impulso ético de repetir el error será inmune a sus consecuencias.
Esto, sin embargo, no significa (como tienden a concluir quienes creen en la virtud de la ignorancia) que el problema esté en que los liberales estudien economía política en demasía. Tampoco que fuera errónea la negativa a sustentar la doctrina liberal en textos sagrados de religión alguna, pues si un error ha evitado el liberalismo es ese. No confundamos la innegable relación de la libertad con la tradición moral y religión cristiana en Occidente con el absurdo de pedirle a textos sagrados doctrina política en lugar fe trascendente. Y desde esta última, convicción moral privada. Olvidemos lo de sustentar liberalismo en ética servil, inconsistencia que termina en socialismo en sentido amplio. Además, sobre el economicismo: es indudable que la idea misma de racionalidad contemporánea es sinónimo de cálculo, algo que tiene orígenes claros en la historia de la filosofía, cuando Inmanuel Kant exilió la metafísica al terreno de la creencia, reduciendo el saber racional a la integración copernicana de matemática y física.
Tal creencia cultural —que cabría calificar de prejuicio— en la racionalidad reducida al cálculo, da buena cuenta del olvido de avances de la economía escolástica por los economistas clásicos, tanto o más que diferencias religiosas y nacionales a la que se suele atribuir.
Ya con los clásicos, el agente maximizador racional tenía que serlo mediante el cálculo. Manteniendo tal concepto de racionalidad, el marginalismo (en lugar ilustrar el proceso de la mente creativa que descubre fines) la redujo al agente que calcula medios. En los modelos del paradigma económico dominante, lo vemos con fines “dados”, tratando de maximizar su utilidad en sentido matemático, porque el descubrimiento del valor marginal se reducía al cálculo, limitando la ciencia económica a racionalidad instrumental a la asignación eficiente de medios a fines “dados”. Y decir “dados” es negarse a estudiar fines económicos como tales. El subjetivismo fue completamente eclipsado por su propio marginalismo en la frontera entre Jevons y Marshall.
Es en ese sentido –y no en todo sentido– el enfoque de la mayor parte de la economía neoclásica es la errónea imitación de las ciencias naturales, forzando un método cuya demoledora crítica –en las ciencias naturales– completaron epistemólogos como Kuhn, Lakatos y Feyerabend, de lo que modeladores ingenuamente neopositivistas en economía –y ciencias sociales en general– aparentemente no tuvieron noticia. Nuestros asunto es qué esa forma de entender la teoría económica –con sus virtudes y logros– de poco sirve a la hora de situarnos ante la aparente “irracionalidad” de fines subjetivos ampliamente valorados y mayoritariamente compartidos.
Por fortuna, mientras más liberal resulte una escuela del pensamiento económico, menos se la podrá acusar de tal cosa. Hay más de eso en la Escuela de Chicago que en la economía ordo-liberal alemana, y menos todavía en la Escuela Austríaca, aunque ninguna está completamente exenta de aquello, la diferencia empieza en que el único descubridor del valor marginal que se resistió a reducir la racionalidad al mero calculo, manteniendo la visión del hombre como agente activo y creativo, fue justamente Karl Menger. Una diferencia antropológica de la que se deducen varias diferencias epistemológicas.
Y sin embargo, aunque Mises mucho aportó en La mentalidad anticapitalista, y Hayek no menos, desde La teoría de los fenómenos complejos hasta El Orden sensorial, lo que fue suficiente para que muchos, muchísimos escalones abajo, hasta yo investigase en esa dirección con Libres de Envidia: La justificación de la envidia como axioma moral del socialismo. Y veamos otros aportes actuales de más importancia. El caso es que estamos ante un campo desconocido tan amplio y de tanta importancia para el liberalismo en general –y la Escuela Austríaca en particular– en que hemos avanzado muy poco. Valioso y revelador ese poco. Pero muy poco, casi nada. Y es un problema del que nuestro fuerte apego emocional a algún tipo de racionalismo, aunque sea crítico –paradoja perfecta esa del fuerte apego emocional al racionalismo– nos aleja, aunque nuestra razón nos señale –se se lo permitimos– que necesitamos (desesperadamente) comprenderlo a fondo.