Existen dos serios problemas en relación a la falta de productividad en Argentina. Su falta de calidad y eficiencia en las dos áreas más importantes que determinan la calidad de vida de un país: La educación y el trabajo.
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No es materia de opinión subjetiva la caída en el nivel educativo de un país que fue hasta eliminado de las pruebas que realiza el Informe Pisa, ni tampoco la falta de productividad del lugar del mundo donde nació el peronismo, con la doctrina y la canción del “primer trabajador”.
Tanto la educación como el trabajo en el imaginario cultural argentino presentan la grave confusión de medios y fines. Es decir, que lo que debería ser una capacitación para obtener una herramienta se convirtió en una finalidad en sí misma, de la misma manera que la actividad que se desarrolle para adquirir los recursos económicos con los que se obtendrán, nada más ni nada menos, los bienes en el mercado para la subsistencia.
El “estudio y el trabajo” se han convertido en santos de devoción que poco tienen que ver con sus resultados y productividad. Sus iglesias… las escuelas, universidades, dependencias del Estado o fábricas, también son templos a los que se les rinde culto y están exentos de cualquier resultado o rendimiento de cuentas.
Desde el Estado se recalca hace décadas que el trabajo dignifica, que es un derecho, y que hace falta conseguir un permiso habilitante para desarrollar una actividad determinada, que se consigue por medio de los centros de estudios habilitados por la burocracia.
A partir del momento en que esos dogmas se hicieron carne en la sociedad se dejó de ver al proceso educativo como una búsqueda de conocimientos, herramientas y técnicas para ser utilizadas en una actividad laboral.
El Estado y sus dependencias comenzaron a intervenir en las currículas y reglamentos disociando el proceso educativo de los requerimientos del mercado. El debate político lo único que aportó fue la cuestión del financiamiento de la educación estatal y el kirchnerismo demostró para siempre que no existe ninguna relación entre dinero invertido y resultado cuando un sistema es ineficiente y sus incentivos están mal direccionados.
Como era de esperarse, el resultado de esta política no podía ser otro que el de especialistas en diversas áreas (que el Estado denomino como dignas de estudio) desempleados, manejando taxis o solicitando subsidios de desempleo.
El mundo laboral que debía atraer a los jóvenes egresados también fue afectado por la “cultura argentina del trabajo” y quedó reducido al empleo público, a fábricas y empresas subsidiadas temerosas de la competencia extranjera y a los trabajos precarizados que la izquierda tan bien describe, pero confundiendo sus causas y soluciones.
En el marco de esta decadencia los mejores cerebros y el capital emigran para desarrollarse en tierras más fértiles, lejos del paraíso de la “justicia social” del derecho al trabajo y la educación.
Para revertir esta decadencia es necesaria una revolución cultural que permita analizar el ámbito del estudio y del trabajo desde una nueva perspectiva.
En relación a la educación, la burocracia debe reconocer sus limitaciones y dar rienda suelta a nuevas técnicas, contenidos y diversidad de metodologías. El modelo educativo argentino atrasa y educa cada vez menos. Inclusive en algunos casos hace todo lo contrario a educar, obteniendo egresados en diversas áreas que terminan presos de los prejuicios ideológicos dignos del siglo pasado.
Cabe aclarar que la propuesta no es cambiar este modelo improductivo por otro supuestamente mejor. No existe ente centralizado ni persona capaz de generar un modelo exitoso para una sociedad abierta. Ni el autor de este artículo ni el ministro de Educación. La misma sociedad en su amplitud y diversidad debe generar una amplia gama de opciones educativas digna de una góndola de un gran supermercado. (El lector que encuentre un prejuicio en las palabras “góndola” y “supermercado” y que se ofenda por la mezcla de la “sacrosanta educación” con un producto comercial, no es más que otra víctima de este sistema delirante, decadente e improductivo).
La cultura del sacrificio debe ser reemplazada por valores superadores que estén en mayor sintonía con la satisfacción, la tranquilidad y el placer. Probablemente la Iglesia Católica haya sido la cómplice ideal del Estado en la proliferación del modelo cultural imperante.
Una sociedad productiva obtiene mejores ingresos para el trabajador y para toda la sociedad. Mientras el mundo va hacia operarios trabajando con un tractor hecho con piezas de 20 países y con un buen nivel de vida, en Argentina continuamos arando con las manos, con una pala industria nacional de mala calidad que cuesta una fortuna, y con trabajadores que pasan más de medio día alejados de su familia para poder solamente comer. Mientras que la pobreza aumenta el político y el vendedor de palas subsidiadas y aranceladas mantienen un nivel de vida, que aunque no se perciba, es a costa de los demás. Eso sí: todos culpan al capitalismo y piden más Estado.
De continuar el modelo, el trabajador del primer mundo pronto operará un robot desde la comodidad de su casa, mientras que el empleado argentino deberá trabajar 14 horas, en lugar de 12 para mantener un nivel de vida cada vez más miserable.
Probablemente la primera cuestión en la búsqueda de la revolución cultural que Argentina necesita sea diferenciar en el ámbito educativo y laboral los medios y los fines.