En un famoso discurso pronunciado por el expresidente chileno Salvador Allende en la Universidad de Guadalajara (México) en 1972 para jóvenes estudiantes afirmaba que “Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”.
La frase se ha convertido en un mote de batalla ideológico, principalmente para la izquierda latinoamericana y para políticos deseosos de capitalizar las buenas intenciones y descontento ante las injusticias que caracterizan a sus seguidores más jóvenes.
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Si entendemos que “revolución” es un término que se asocia con cambios radicales, bruscos e incluso violentos en las instituciones políticas, sociales o morales de una sociedad podemos darnos cuenta de que la izquierda latinoamericana de revolucionaria no tiene absolutamente nada y que sus ideas y premisas son parte indisociable del statu quo en el que se encuentra sumergida la región.
Las ideas que defienden los simpatizantes de izquierdas no tienen nada de nuevas, ya que han estado presentes en el ideario político de la región al menos desde principios del siglo pasado.
En cada uno de los países latinoamericanos hay más de una referencia a gobiernos de corte socialista, sindicalista, expropiador y centralizador del poder como el del propio Allende en Chile, Lázaro Cárdenas en México o Chávez en Venezuela, por citar solo tres ejemplos conocidos en diferentes épocas y países durante el siglo XX.
Hablar en contra de la privatización y la liberación de mercados no es hablar en contra del sistema, por el contrario, es abogar por más de lo mismo: más gobierno, más puestos políticos, más burocracia y al final de cuentas por más Estado.
Estar bajo el yugo y en espera de las decisiones de algunos elegidos democráticamente (en el mejor de los casos) no tiene nada de revolucionario tampoco. Es perpetuar un sistema que condiciona libertades individuales en pro de un supuesto “bien común” que lejos seguimos de siquiera alcanzar a vislumbrar.
La democracia representativa, si bien es cierto que bien llevada puede generar un sistema de pesos y contrapesos saludable, no deja de ser la tiranía de las mayorías y esto tampoco tiene mucho de revolucionario.
No podemos olvidar tampoco que es la izquierda quien domina la educación pública. Son contadas las universidades que se atrevan a educar e informar sobre los beneficios de los procesos de libre mercado para las sociedades, solo por mencionar un ejemplo del sesgo educativo que se vive.
Existen miles de docentes en universidades públicas que predican en contra de gobiernos “opresores” mientras enseñan teorías (como las de Hobbes o Marx) que promueven un Estado mucho más grande y costoso y, peor aún, lo hacen mientras viven de ese mismo sistema, que les paga sin dar clases y por irse a huelga cada que alguna “injusticia social” en contra de sus bien alimentados sindicatos es llevada a cabo.
El espectro ideológico más colectivista y estatista es quien controla y predomina en la cultura y el mundo artístico del país es un reflejo de esto. Cientos de actores, escritores, cantantes, filósofos y cineastas utilizan (conscientemente o no) su campo de acción y de influencia para dar mensajes “revolucionarios” a favor de más gobierno, por irónico que parezca.
Cuando Gael García, Rubén Albarrán, León Larregui o Damián Alcázar hablan de política, generalmente lo hacen basándose en ideas de corte socialista/comunista que no solo son arcaicas, sino que han resultado en fracasos estrepitosos en cada rincón del planeta en el que se ha decidido apostar por ellas.
La izquierda mexicana habla mucho de tolerancia, de inclusión, de apertura a las minorías y de respeto a las ideas de los terceros, hasta que alguien opina diferente a ellos. Entonces comienza una cacería de brujas y los términos “neoliberal”, “peñabot”, “vendepatrias” o “esclavo del sistema” no tardan en aparecer, llevando las discusiones a callejones sin salidas racionales posibles.
Ser de izquierda en México a estas alturas es ser todo, menos revolucionario. La verdad sea dicha, tiene mucho más que ver con ser conformista, con no cuestionarse el porqué de las cosas, con ser parte del “establishment” y de lo “políticamente correcto” y con negarse a ver lo que es a todas luces una realidad: hace falta reducir el poder del Estado en nuestras vidas y no agrandarlo.
Allende tenía razón cuando afirmaba que ser joven y no ser revolucionario era contradictorio, pero a la famosa cita le falta aclarar qué es ser revolucionario en nuestros tiempos.
Atreverse a salir de la caja de lo que siempre nos han enseñado, cuestionar el rol del Estado y demás instituciones reguladoras y atreverse a tomar la responsabilidad de diseñar el camino de nuestras vidas individualmente son actos realmente congruentes con la naturaleza revolucionaria que parece ser intrínseca del hombre y de la que tanto se ha hablado a lo largo de la historia.
La libertad bien entendida es inseparable de la responsabilidad, y cuando hay un ente como el Estado capaz de obligarte a realizar ciertas acciones por un lado y prometiéndote seguridad y un statu quo por el otro, ambas tienden a disminuir radicalmente.
Militar en la izquierda no significa pertenecer a un movimiento de choque “antisistema” ni ser disidentes del aparato estatista como muchos pretenden, sino todo lo contrario, generalmente sus seguidores terminan por convertirse en justo aquello que dicen querer combatir y alimentando las ambiciones y proyectos políticos de aquellos que son lo suficientemente arrogantes para creer que pueden decidir lo que es mejor para otros.
Ser liberal y luchar por las libertades individuales es la única forma real de ser revolucionario en nuestros tiempos (bajo la definición original del término), entendiendo que las libertades sociales y políticas van de la mano con las económicas y que, en ausencia de estas, cualquier otro posible beneficio pasa a un plano bastante secundario.
Defendamos nuestros únicos derechos intrínsecos (vida, propiedad y libertad) y atrevámonos a ser verdaderamente revolucionarios.