
Para muchos, devaluar la moneda es la salida fácil y rápida a momentos de crisis en los que al país no le va tan bien. Devaluar hará que las exportaciones aumenten y que los ciudadanos se vuelquen a comprar productos nacionales, en tanto que los importados van a aumentar de precio, esa es la idea que comúnmente suelen argüir los defensores del intervencionismo monetario.
Pero, si eso es cierto, ¿Por qué Venezuela o Zimbabwe, con sus monedas increíblemente devaluadas, no son países ricos?
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Resulta que la riqueza de un país no proviene de devaluar la moneda, el dinero es solo un medio de intercambio y la prosperidad viene de la producción; de crear valor. Lo que se logra con la devaluación, es permitir que aquellas empresas que no son competitivas, que no satisfacen a los compradores internacionales, sigan funcionando sin tener que hacer una reestructuración.
Es decir, la solución que proponen los defensores del intervencionismo monetario es la de aumentar las exportaciones no gracias a un incremento de la productividad (que sería lo correcto y adecuado), sino vía devaluación. La propuesta es, entonces, mantener sectores ineficientes, para que a pesar de que no son competitivos sigan siendo demandados en el extranjero.
Y habrá quienes en este punto están diciendo: bueno, si nos beneficiamos nosotros, qué importa que empresas de otros países estén sufriendo por cuenta de nuestros productos poco competitivos. Quienes piensan eso no se han dado cuenta que una guerra de divisas frena la productividad mundial. Si todos los países se dedican a mantener empresas no competitivas, desde el señor que vive en Argentina, hasta el que tiene su casa en China, se verán afectados. Bajo este panorama lo que se logra es estancar la productividad a nivel mundial.
Pero dejando de lado el punto que en general, a nivel internacional, no nos conviene entrar en una guerra de divisas, si lo analizamos desde un punto de vista incluso nacionalista y pensando sólo en el bienestar de un país, tampoco tiene sentido. Elegir la vía de la devaluación siempre trae pérdidas.
En primer lugar, no hay que olvidar que devaluar es tan fácil que en muy poco tiempo habrá un país que haya bajado los precios más que el nuestro. Intervenir para bajar el valor de la moneda puede aumentar la exportaciones en un primer momento, pero más temprano que tarde esas empresas que no son competitivas tendrán que reinventarse o quebrarán. Lo que se logra, entonces, es prolongar una inevitable muerte y hacerla aún más dolorosa.
Además, ese momentáneo aumento de las exportaciones, tiene como contrapartida consecuencias dolorosísimas para los consumidores nacionales. Al devaluarse la moneda, las importaciones se encarecen. De modo que quienes antes se beneficiaban con productos extranjeros, ahora, se verán forzados a comprar a empresas nacionales (que no ofrecen el mismo precio/calidad que brindaban las extranjeras), en tanto que los bienes importados que antes consumían, habrán subido de precio.
La devaluación, entonces, beneficia a unos cuantos grupos empresariales que no están dispuestos a competir, a costa del empobrecimiento de los trabajadores que verán disminuido su poder adquisitivo y, además, tendrán que privarse de comprar productos importados. Por supuesto el mayor beneficiario de la devaluación es el Gobierno. El político de turno estará feliz de prometer un gran Estado de bienestar que terminarán pagando las clases medias y bajas vía inflación.
De otro lado, también habrá quienes afirmen que todo lo que he dicho sobre el encarecimiento de las importaciones y el freno a la competitividad, no importa si gracias a la devaluación se logra disminuir el desempleo a niveles mínimos. Sin embargo, resulta que ni siquiera es cierto que devaluar la moneda lleve inequívocamente a aumentos de la tasa de empleo.
Puede suceder, por ejemplo, que los mercados internacionales no reaccionen bien a la caída de los precios de nuestros productos y que, aún cuando éstos bajen, la demanda extranjera no aumente. Después de todo el precio no es lo único que un comprador considera a la hora de efectuar un intercambio.
Pero, además, hay que tener en cuenta el problema del encarecimiento de las importaciones. Suponga, por ejemplo, que su país no produce ciertos bienes y por lo tanto hay que importarlos. Ahora, después de devaluar, costarán más. Y en este caso simplemente no hay mercado nacional que lo sustituya, de modo que no se podría decir que por esta vía se ha aumentado el empleo.
Por lo que la idea que siempre que se devalúa la moneda se incrementa el empleo en tanto que las exportaciones aumentan y el consumo se desplaza hacia los productos nacionales, no es cierta. Puede que ni lo uno, ni lo otro ocurra.
Entonces, no toda devaluación de la moneda lleva a aumentos de la tasa de empleo, pero incluso cuando sí produce incrementos en la demanda internacional y logra bajar el desempleo, ese efecto, como no está causado por un aumento real de la productividad es momentáneo. Un país no se puede mantener a punta de devaluaciones.
Ahora bien, lo que sí es cierto, y no se puede evitar, es que devaluar la moneda perjudica irremediablemente al trabajador, a las clases más bajas. La devaluación no es más que un robo en el que la gente cada vez puede comprar menos con el mismo dinero. Pero, además, aumentar el dinero circulante disminuye los niveles de inversión; nadie quiere emprender proyectos en un país con una moneda inestable, y de la misma manera, los ahorradores preferirán llevar su dinero a otro lugar, no se quedarán esperando para ver cómo sus ahorros valen cada día menos.
Por lo tanto, la devaluación no es la solución, como dice Daniel Lacalle, uno de mis economistas favoritos, no se trata de tener monedas débiles, sino productos fuertes. Hay que decirle sí a la competencia, y negarse al intervencionismo monetario que no es más que un robo sistemático a las clases medias y bajas.