Afirmó alguna vez Winston Churchill que “el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante promedio”. Muy cierto, democracia es entregar decisiones sobre asuntos de vida o muerte a todos y cada uno, a mayorías tercamente desinformadas que votarán al calor de bajas pasiones. Es el peor sistema de gobierno concebible, con excepción de toda alternativa conocida, agregaba el sagaz político británico.
Y es sorprendente que las democracias modernas funcionen más o menos razonablemente –buena parte del tiempo al menos– aunque únicamente en el mundo desarrollado en que imperan –hasta cierto punto– economías de libre mercado. De hecho, el éxito de la democracia desarrollada contemporánea es el de ciertos límites al poder de esas mayorías mediante un siempre frágil Estado de derecho. El caso es que una sociedad libre, próspera y pacífica únicamente será posible dejando a la política lo que es de la política y al mercado lo que es del mercado. Demagogias, autoritarismos y totalitarismos violentos y miserables han resultado de dejar a la política lo que es del mercado. Pero dejar al mercado lo que es de la política, irónicamente terminaría en otras formas de politización de las relaciones de mercado, probablemente próximas a lo que denominamos Estados fallidos. No menos irónicamente, el fondo del asunto es lo que hace inviable al socialismo.
Pero la clave del que de decisiones políticas y económicas de ignorantes desinformados –lo que al final son incluso los grandes sabios en todo aquello en que no sean expertos– puedan, en el correcto equilibrio de medios políticos y económicos mediante un Estado de derecho con limites al poder, producir paz, prosperidad, diversidad y progreso está en el orden espontáneo de nuestra civilización. He tratado esto en pasadas columnas y seguramente lo trataré en futuras columnas. Hay dos motivos. El tema es importante, complejo y se puede explicar de diversas maneras poniendo el acento cada vez en diferentes aspectos. Pero principalmente porque entre quienes lean hoy esta columna serán minoría los que leyeron antes lo que escribí sobre el mismo tema.
El asunto es que entre el instinto y la razón encontramos conductas adaptativas que los individuos copian del ambiente social sin comprensión de causa, y que se reafirman o descartan por sus resultados involuntarios de largo plazo. Esto significa que para adaptarnos a nuestro entorno social imitamos inconscientemente conductas que se adoptaron en el pasado –sin posibilidad de imaginar siquiera sus resultados a largo plazo– y que se hicieron tradiciones porque quienes las adoptaron prosperaron en número y capacidades para desplazar o absorber a quienes no las descubrieron o adoptaron primero.
En el largo plazo, el producto intersubjetivo emergente de tales conductas es el complejo e interdependiente orden evolutivo espontáneo de la sociedad extensa, desarrollándose en una zona intermedia entre el orden biológico autónomo y el orden teleológico consciente, producto de la razón. La teoría del orden espontáneo evolutivo de la sociedad de Friedrich Hayek es la mejor explicación de esa zona intermedia en que evolucionan sistemas como el mercado, el dinero, el derecho y el lenguaje, que no han surgido en determinado momento y a conocido propósito como cualquier invención técnica, pero que tampoco son procesos esencialmente independientes del ser humano como la evolución del orden ecológico .
La clave del orden espontáneo de la sociedad es que sus resultados no han sido planeados —ni siquiera previstos— por aquellos de cuyas interacciones emergen, tanto porque no requieren planear el orden evolutivo al cual se adaptan para planificar la persecución de objetivos que les conciernen directamente, como porque de ese orden en dinámica evolución únicamente pueden tener un conocimiento limitado que hace imposible la planificación integral y central del propio orden social.
Son las disposiciones innatas de conducta de las que nacen las habilidades abstractas la causa por la cual individuos con conocimiento limitado y disperso del proceso intersubjetivo en el que se encuentran, sean los activos pero involuntarios agentes de ese orden en que se interrelacionan y coordinan infinidad de cambiantes fines, tentativos planes y subjetivas valoraciones de innumerables individuos; así como informaciones incognoscibles e inabarcables para quien pretendiera planear integral y deliberadamente un orden social “racional”, que sin una información que el propio intento de planificación central impide que surja y se coordine, resulta efectivamente inviable.
La clave de todo está en que el carácter disperso, circunstancial, tácito, efímero, e incluso intransmisible de gran parte de la información crítica del orden espontáneo hace imposible que el orden de la civilización responda al propósito racional del hombre. El hombre, sin importar cuánto crezca nuestro conocimiento agregado, siempre estará sujeto a esa irresoluble limitación del conocimiento. Para no estarlo, tendríamos que ser algo radicalmente diferente del homo sapiens que somos.
Pero el hombre ha sido dotado de ciertas capacidades innatas por las que las conjeturas universales serán anteriores de algún tipo de observación inductiva previa. Estas conjeturas son a su vez resultados emergentes de la evolución, de la que también han resultado las disposiciones innatas de acción que nos permiten alcanzar conjeturas intelectualmente elaboradas, y así actuar en un mundo cuya detallada complejidad inherente siempre desconocemos.
Un auto-ordenamiento espontáneo, por selección competitiva en el largo plazo, de sistemas evolutivos interdependientes en una compleja civilización en ampliación, ocurre mediante la selección evolutiva de resultados intersubjetivos involuntarios de innumerables acciones individuales. Eso lo hace en cierto sentido independiente de la inteligencia individual tras esas decisiones y completamente ajeno a la categoría de finalidad exclusiva del orden deliberado. Hablamos pues de una maravilla mediante la que, haciendo uso de las ventajas que proporciona la inserción en ese orden espontáneo de la civilización, individuos comunes y corrientes en busca de sus propios y muy particulares fines subjetivos resulten ser parte involuntaria indispensable y efectiva de la creación de nuevo conocimiento y tecnología que ni siquiera entienden.