Contra la opinión general —tan mayoritaria como desinformada—, vivimos el mejor momento de la historia humana, nos muestra Johan Norberg en su nuevo libro Progreso: diez razones para mirar el futuro con optimismo. Jamás la pobreza en el mundo había retrocedido tanto como en las últimas décadas. Nunca antes miles de millones de personas salieron de la miseria secular en tantos lugares del mundo. Nunca el mundo estuvo tan interconectado, el comercio internacional fue tan intenso, ni la ciencia y tecnología avanzaron como en nuestros tiempos. Desde la revolución industrial no habíamos experimentado otro salto cualitativo y cuantitativo en todos los campos como el que disfrutamos hoy. Pero en nombre de los pobres, se ataca la frágil libertad económica que ha sacado a miles de millones de la miseria.
Norberg explica que
“Contrario a lo que escuchamos en los medios de comunicación, o lo que nos dicen nuestros líderes, la gran noticia de nuestro tiempo es que somos testigos de una mejora sin precedentes en los niveles de vida de la población mundial. La pobreza, la desnutrición, el analfabetismo, la explotación laboral, la mortalidad infantil (…) se reducen a mayor velocidad que nunca antes en la historia de la humanidad”.
Y advierte que ese progreso está muy lejos de estar garantizado pues “no son pocos los movimientos y corrientes sociales y políticas que aspiran a destruir los pilares del desarrollo: la libertad individual, la apertura económica y el progreso tecnológico”.
El asunto es que el mundo nunca había sido tan prospero porque nunca había sido tan libre. Pero la abrumadora mayoría de los beneficiarios de esa libertad y prosperidad se niegan a admitirlo. Niegan que vivamos una época de progreso global. Y niegan que los progresos que disfrutan dependan de la libertad y propiedad. Creen que la tecnología aparecería milagrosamente en ausencia de las condiciones institucionales que permitieron su invención, desarrollo y masificación. Unos creen que pueden destruir el capitalismo adoptando algún socialismo revolucionario y seguir disfrutando de libertades y prosperidad exclusivas de economías de libre mercado. Otros creen que pueden destruir las bases institucionales y materiales del capitalismo con excesos fiscales y regulatorios, redistribuyendo lo que no crean, destruyendo el dinero y subvirtiendo las democracias mediante el masivo clientelismo que llaman Estado del bienestar, sin sufrir las inevitables consecuencias financieras y económicas de aquello.
Amenazas a la prosperidad
Como el socialismo revolucionario del siglo pasado, el intervencionismo mercantilista de privilegios y controles enfrenta a nacionalistas e internacionalistas. Se amalgaman contradicciones de principios acertados con ideas nocivas. Intentamos optar entre variados y confusos males por el mal menor en cada caso concreto. La ampliación de mercados se amalgama con el infierno fiscal y regulatorio del intervencionismo y la agenda cultural neomarxista. Los impuestos reducidos y la libertad personal se amalgaman con el proteccionismo comercial. Y en desgraciados lugares —como mi país— el socialismo revolucionario impera, por viejos y nuevos medios, ocasionando miseria, hambre, totalitarismo y destrucción. Lo que es negando, minimizado o justificado por gran parte de la intelectualidad occidental. El mundo más libre, prospero y pacífico de la historia se distingue porque el grueso de sus intelectuales se empeña —consciente o inconscientemente— en regresarlo a la miseria, al hambre y la violencia.
Vivimos tiempos en los que el progreso material llega acompañado de amenazas ideológicas capaces de destruirlo. Y la amenaza se observa mejor desde un desafortunado país que en medio de progreso general ha retrocedido a la miseria mediante el socialismo. Que ha pasado en medio de la globalización del cosmopolitismo al aislamiento y del socialismo moderado y democrático al socialismo revolucionario que impone la dictadura totalitaria.
Al borde de la hambruna y viendo como se reedita la “táctica del salchichón” soviética, Venezuela es el lugar idóneo para comprender que mientras prevalezcan entre los intelectuales, artistas, comunicadores y políticos las peores ideas, tarde o temprano se impondrán y nos conducirán al desastre.
Expandir el tamaño del mercado siempre traerá ventajas, porque, en la medida que se opera en mercados más amplios, es posible una mayor especialización del conocimiento y el trabajo. Una aislada aldea primitiva pudiera tener artesanos, pero pocos y poco especializados; su carpintero haría desde muebles hasta carretas, lenta e ineficientemente. En comparación, en los especializados talleres de una gran ciudad primitiva, quienes hacían carretas no hacían muebles, y se disponían de más y mejores muebles y carretas a menor costo. Es por eso que la globalización, incluso mediante tratados de comercio administrado y regulaciones crecientes, funciona mejor que el proteccionismo. Pero los benéficos efectos de la ampliación del mercado se pueden revertir posteriormente, cuando su expansión se acompaña de un intervencionismo creciente tan extenso que incorpora poco a poco la inviabilidad de la economía socialista.
Decía José Ortega y Gasset que “la civilización no dura porque a los hombres solo les interesan los resultados de esta: los anestésicos, los automóviles, la radio. Pero nada de lo que da la civilización es el fruto natural de un árbol edénico. Todo es resultado de un esfuerzo”.
Pero es que no es tanto cuestión de esfuerzo como de ideas. Muchos se esfuerzan en destruir la civilización confiando en seguir disfrutando sus frutos. Cuando se destruye la moral que hace posible la civilización capitalista, la realidad de la barbarie exigirá a todos y cada uno más y más esfuerzos para menos y menos resultados. El gigantesco progreso material de nuestro tiempo es ciertamente la gran noticia que el mundo se niega a ver. Pero incluso quienes ven el avance y comprenden las causas del progreso presente, no ven en profundidad la extensión y magnitud de las amenazas ideológicas contra las bases fundamentales de ese progreso. Son tantas, tan extensas, tan disimiles y están tan entremezcladas con las ideas que también hacen posible ese progreso, que es tan posible que avancemos hacia la máxima prosperidad global, como que estemos en puertas de inimaginables retrocesos a la barbarie.