
A 100 años de la revolución bolchevique es bueno recordar cómo en su temprano libro de 1924, El terror rojo en Rusia, Serguei Melgunov cita parte de un discurso en el que Latzis —uno de los primeros responsables de la NKVD— explicaba a sus esbirros en noviembre de 1918 que:
“No hacemos la guerra contra las personas en particular. Exterminamos a la burguesía como clase. No busquéis, durante la investigación, documentos o pruebas sobre lo que el acusado ha cometido, mediante acciones o palabras, contra la autoridad soviética. La primera pregunta que debéis formularle es la de a qué clase pertenece, cuáles son su origen, su educación, su instrucción, su profesión”.
El objetivo siempre fue el exterminio de “clases”, crimen de Estado iniciado por Lenin, quien en agosto de 1918 ordenaba:
“Es preciso dar un escarmiento. 1. Colgar, y digo colgar de manera que la gente lo vea, al menos 100 kulaks, ricos, y chupasangres conocidos. 2. Publicar sus nombres. 3. Apoderarse de su grano. 4. Identificar a los rehenes como hemos indicado en nuestro telegrama de ayer. Haced esto de manera que en centenares de leguas a la redonda la gente vea, sepa comprenda y tiemble. Decidles que sedientos de sangre matamos y continuaremos matando”.
Kulak era un término despectivo para referirse a campesinos un poco menos pobres que sus vecinos. Los primeros exterminios ordenados por Lenin fueron de kulaks y de Cosacos. La segunda deskulakización de 1930 a 1932 fue indiscutiblemente leninista. Aunque destaquen kulaks y Cosacos en los exterminios iniciados en 1918, entre las “clases enemigas” a exterminar se incluyó la nobleza —de la que formaba parte la familia de Lenin. Un secreto de Estado del poder soviético hasta su colapso final—, burguesía, intelligentsia, iglesia, etc., junto con categorías profesionales o étnicas. Y a cualquiera calificado como “enemigo del pueblo” por los fanáticos bolcheviques.
El terror bolchevique lo instauran la policía política, tribunales revolucionarios y campos de concentración. El Gulag fue el primer sistema masivo de campos dedicados a la explotación y exterminio de inocentes que recicló a los peores criminales como esbirros. Su número de víctimas supera a los campos de extermino del nacionalsocialismo alemán. Y es superado únicamente por las del Maoísmo. La singularidad de los campos de extermino nacionalsocialistas era que su principal objetivo fue un exterminio rápido de millones por medios industriales, relegando la explotación de esclavos en campos a objetivo secundario. Los campos soviéticos tenían como objetivo primario la explotación de esclavos y el exterminio como objetivo secundario. Aunque ciertas categorías de “enemigos de pueblo” fueran exterminados con celeridad mediante fusilamientos masivos en el sistema de campos, para el exterminio relativamente rápido de millones los soviéticos prefirieron recurrir a la hambruna.
La revolución soviética, tras casi colapsar rápidamente al intentar lo que realmente entendían los líderes bolcheviques por comunismo, retrocedió sobre sus pasos y puso en práctica un sistema totalitario con una economía socialista que pretendía imitar algunas instituciones del capitalismo. Instituciones que intentar borrar completamente de un revolucionario les dejó al borde del colapso inmediato. El socialismo, sin embargo, por más que intente imitar dinero y precios, careció necesariamente de un sistema de precios que permita el cálculo económico, por lo que resulta inviable como economía de una sociedad compleja y prospera. Copiando del resto del mundo hasta los precios, reprimiendo brutalmente, desperdiciando trabajo, capital y recursos naturales sin medida, y concentrando —a cualquier coste en destrucción humana y ambiental—, todos los recursos en los objetivos claves para el poder soviético —principalmente poder militar— la revolución bolchevique inició una larga decadencia en un estado de miseria permanente, que lentamente llegaría al inevitable colapso final. Pero no sin expandir su inviable modelo por el mundo y alcanzar el poder militar de una, finalmente, efímera superpotencia.
La revolución bolchevique fue el punto de partida de uno de los mayores imperios coloniales expansivos de la historia, pero el impresionante imperio soviético con neocolonias en todo el orbe nunca logró producir los modestos bienes y servicios que soñaba su propia población. Y así se embarcó en una ruinosa competencia con el prospero occidente capitalista por el dominio mundial.
La revolución soviética fue la inspiración y fuente de financiamiento de todas las revoluciones comunistas siguientes —y de la casi totalidad de la izquierda global, incluyendo tontos útiles y compañeros de ruta muy variopintos—. Conquisto y sojuzgó Europa Oriental y expandió su influencia durante la descolonización a la mayor parte del tercer mundo.
Pero lo que estableció fue un totalitarismo, finalmente, inviable fundado en el terror y el genocidio. Y un sistema de agitación y propaganda tan efectivo que a 100 años de su inicio gran parte de los intelectuales, artistas y políticos del mundo la ven con admiración, abierta o mal escondida.
La idea tras la revolución soviética y todos sus frutos tempranos y tardíos es la de una religión profética totalitaria, enraizada en siglos de tradición herética revolucionaria, que finalmente exigió de sus creyentes negar que sus creencias son una fe religiosa. Su más criminal caracteriza es la creencia en la existencia material de clases como sujetos necesarios de la historia, y su consecuente desprecio de los individuos como elemento contingente descartable.
El nuevo hombre soviético debía aspirar a ser un tornillo sin consciencia en la maquinaria de la revolución. El tornillo de una maquina que lo único que hizo, desde que se pudo en marcha en 1917 hasta que colapsó en 1991, fue exterminar, destruir y hundir en miseria y aislamiento a millones de seres humanos inocentes. Y a la que no le faltan herederos en el poder en algunos de los lugares más miserables de la tierra, ni imitadores tardíos, ocasionado acerada miseria material y moral. Pero, sobre todo, defensores y propagandistas en abierta complicidad moral con sus crimines en una tan tristemente abundante como moralmente indigna parte de la intelectualidad occidental contemporánea.