La libertad exige límites al poder gobernante. Y la propiedad plural –generalmente denominada propiedad privada– es condición sine qua non de cualquier grado de libertad en el orden social. Como afirmaba Juan de Mariana, en 1609 “…ni el que es caudillo en la guerra y general de las armadas ni el que gobierna los pueblos puede por esa razón disponer de las haciendas de los particulares ni apoderarse de ellas (…) El tirano es el que todo lo atropella y todo lo tiene por suyo; el rey estrecha sus codicias dentro de los términos de la razón y la justicia, gobierna los particulares, y sus bienes no los tiene por suyos ni se apodera de ellos sino en los casos que le da el mismo derecho”.
Para Mariana “el rey gobierna hombres libres” a los que no tiene derecho a impedir que se armen y entrenen, para defenderlo en la guerra justa o resistirle y deponerle en la tiranía. No puede un gobernante legítimo obligarles a lo que en derecho no están obligados, ni tomar su propiedad sin su autorización por medio de tributos abiertos o encubiertos como la inflación monetaria, ni imponer su voluntad sobre las leyes y costumbres del reino. Ayer y hoy, son esos atacados y no del todo vigentes límites al poder los que garantizan una frágil y poco apreciada libertad.
La libertad, en el sentido de ausencia de toda restricción arbitraria en el orden civilizado, precede y comprende a la libertad en el sentido del desarrollo de las potencialidades individuales porque la escasez es un hecho del que no podremos librarnos completamente jamás. La promesa de “liberación” de esa realidad se usó y se usará falazmente para la restricción masiva de la libertad individual.
Cuando se materializa esa falsa “liberación”, desaparecen las condiciones institucionales indispensables para que todos y cada uno desarrollen en libertad su voluntad e inclinaciones, hasta donde circunstancias materiales y potencialidades personales lo permitan, motivo por el que a largo plazo las sociedades más libres sean siempre más prosperas y las sociedades sojuzgadas más pobres.
La libertad es un valor que emerge en concordancia evolutiva con los de una moral impersonal civilizada del respeto a la vida y propiedad de propios extraños. Derecho es aquella parte de esa moral intersubjetiva emergente a la que se considera a su vez justo y necesario imponer por la fuerza legítima a quienes la violen. Estado de Derecho, en efecto, será la garantía del que las restricciones arbitrarias a la libertad de cada uno se limiten, única y exclusivamente a lo estrictamente necesario para mantener la libertad de todos y cada uno, y con ella todas las condiciones materiales y morales de la civilización.
Pero la libertad únicamente puede florecer en una cultura que adopta los usos, costumbres y valores que la sostienen. Las culturas, nos guste o no, compiten por selección adaptativa y siempre alguna superará e integrará –en mayor o menor grado– a otras por las ventajas evolutivas de las que dota a su sociedad. Por eso fue y será tan costoso, prolongado y de dudoso resultado cualquier esfuerzo de imponer por fuerza externa una ley más civilizada sobre menos civilizados usos costumbres ampliamente aceptadas.
Pero el problema es inevitable, incluso si aceptaremos bajo un mismo Estado y territorio diferentes culturas rigiéndose no solo por diferentes costumbres, sino por diferentes leyes que de ellas emergieren, la resolución de conflictos entre hombres que conviven y negocian entre sí terminaría por imponer unas leyes sobre otras, algo que al final sería parte de la selección adaptativa entre culturas de un código moral sobre otro. Es lo que siempre ha ocurrido –de una u otra manera– en la historia.
Quizás entenderíamos mejor el error de teoría racista que justificaba el imperialismo tardío como “misión del hombre blanco” si admitiéramos que el nuevo relativismo cultural es otra versión igualmente paternalista y más irresponsable del mismo racismo con nuevo disfraz. Porque, nos guste o no, terminaremos por imponer o deponer nuestra civilización. En la medida que sea moral y materialmente superior una civilización a otras con las que interactúa, del mutuo conocimiento y la interculturación resulta la adopción de los usos y costumbres claves de la civilización más avanzada por los individuos más capaces de las atrasadas. Y la integración de los aspectos más valiosos de las civilizaciones atrasadas en las avanzadas que las absorben.
Una enorme población, que apenas sale del más abyecto totalitarismo, produce en un autoritario –y cuasi totalitario todavía– mercantilismo riqueza más que suficiente para salir de la pobreza socialista creando el soporte económico de una superpotencia. En China, una nomenclatura realista decidida no solo a conservar su poder, sino a proyectarlo globalmente, adopta el mercantilismo –no el libre mercado– para tener una economía más productiva que la fallida Unión Soviética. El modelo de la nueva superpotencia oriental es más autoritario y menos capitalista que Singapur. Adopta de libre mercado lo indispensable para ser una superpotencia viable. De libertad y democracia nada.
El mundo futuro lo definirá el enfrentamiento entre la debilidad cultural –con poder económico y militar– de un occidente empeñado en negarse a sí mismo. Y una nueva superpotencia que no adopta la democracia republicana y el mercado libre, exitosos en la rica periferia geográfica de su propia cultura –Taiwán es el mejor ejemplo– sino que rehace en su centro una confiada cultura política profundamente autoritaria, mediante una economía mercantilista que del libre mercado adopta exclusivamente lo indispensable para fortalecer económicamente un autoritarismo nacido del más cruel totalitarismo.