“La cultura política del fracaso”, de Eugenio A. Guerrero y Luis Alfonzo Herrera Orellana, es un muy recomendable libro que explica los orígenes de la propia Venezuela y los de una cultura política en la que violentas rupturas con el pasado enmascaran la continuidad de lo peor. Sufrimos una institucionalizada tradición intelectual que consiste en adoptar una y otra vez malas ideas nuevas para retomar lo que ya había fracasado antes.
A diferencia de Estados Unidos, conscientes del origen de su cultura política en sus tradiciones coloniales, Hispanoamérica en general y Venezuela en particular viven de espaldas a su historia colonial; ea en la que se formó la cultura política que adelantó una independencia que desató el caos, autoritarismo y caudillismos de un siglo XIX cuyos mitos y odios reaparecen en nuestro trágico presente.
Guerrero y Herrera sí se remontan a una sociedad colonial cuya “estratificación, composición estamental y criterios de diferenciación racial” no son copia de la española de entonces, recordándonos que a la independencia llegamos porque “la élite mantuana quería (…) aumentar el control social (…), su supremacía (…) se estaba viendo disminuida desde de las reformas borbónicas”. La impopularidad de la independencia entre las masas explica –como citan de Carlos Rangel nuestros autores– cómo una dudosa nobleza criolla descendiente de conquistadores proclama a su “generación de 1810 vengadora de Cuauhtémoc y Atahualpa, incitando odio contra todo lo español”.
Esa realidad sufrirá una “manipulación historiográfica para que el militarismo venezolano se exhiba como autor de la independencia”. Nada raro, equivalente manipulación previa hizo para su sociedad colonial una élite cuyas pretensiones raciales y nobiliarias chocaban con su relativa pobreza presente y sus obscuros orígenes. Llegaban a “formar cuerpos de milicia exclusivos y herméticos donde los pardos y los blancos de dudosa ostentación de un ‘linaje limpio’ eran excluidos”. Pero pardos y blancos “de orilla” sabían, al igual que los peninsulares, que los “nobles de anteayer” carecían del pretendido linaje.
Nuestras dudosas elites (entre caudillos, mitos y rupturas artificiosas con un pasado que rehacían en versiones cada vez peores) hilvanaron una manipulación en otra. Pero si con algo se rompería siempre, no sería con lo que se proclamó para justificar la sangre derramada, la extendida miseria y la anarquía que emergían de cada ruptura, sino con lo poco que de derecho, propiedad, libertad y civilización asomó la cabeza ocasionalmente entre nuestra barbarie.
El rechazo repetido y renovado de la evolución exitosa de una civilización occidental de la que inevitablemente formamos reluctante y trágica parte, explica la fatal atracción del marxismo entre nuestras resentidas y mitómanas elites intelectuales y políticas. Y con esa cultura política amalgamaron otra reedición del militarismo caudillista en el indigenismo neomarxista al que abrió paso aquella fracasada socialdemocracia de una cada vez más improductiva economía socialista flagelada por las idioteces económicas del cepalismo y pendiendo de la paz insostenible del reparto populista de una renta petrolera limitada y eventualmente decreciente.
Venezuela es una sociedad que mantuvo sobre todas sus rupturas una barroca mitomanía y una creciente fe en el estatismo. Por lo que nos aclaran Guerrero y Herrera como “se hace patente la necesidad de (…) desmontar ese aparato conceptual que impide explicar el origen de la tragedia que azota a la República, y obstaculiza analizar alternativas que proyecten a Venezuela como un país desarrollado y próspero”.
La cultura política del fracaso explica por qué Venezuela tiende nuevamente a la barbarie, de una u otra forma, cada vez que más o menos involuntariamente nos aproximamos al capitalismo. Siempre hemos ansiado los frutos del desarrollo, jamás terminamos de adoptar los valores, costumbres e instituciones de las que emerge. No porque no podamos –amagos parcialmente exitosos tan absurdamente desaprovechados nos demuestran que podríamos– es porque no queremos, porque nuestra cultura política repele lo que desesperadamente necesitamos abrazar.
Guerrero y Herrera señalan en su libro (adecuadamente subtitulado “Estatismo, socialdemocracia y los orígenes de la hecatombe republicana en Venezuela”) que es imperioso “un esfuerzo para continuar (…) la batalla cultural contra el socialismo y la búsqueda de un modelo moderno que garantice paz, prosperidad y desarrollo.”
La desgraciada ignorancia anclada en la vulgata de los mitos de esa cultura política, el criminal fanatismo aferrado conscientemente a la revolucionaria destrucción en nombre de la última reelaboración neomarxista de aquellos mitos y la no menos absurda e inviable pretensión de regresar al socialismo moderado que le abrió paso a esta tragedia sobre la misma mitomanía, son las fuerzas de la obscuridad que nos anclan hoy a la miseria y el fracaso.
“Venezuela no saldrá del atolladero si solo se continúan ofreciendo paños calientes como alternativas que, si bien en su forma aparentan ser distintas, no son más que la repetida receta estatista. La socialdemocracia de ayer y la de hoy explica su razón de ser en esta lamentable descripción (…) debemos mirar en nuestra historia, nuestra cultura, nuestras instituciones políticas (…) de dónde provienen aquellos rasgos personalistas y caudillistas insertos en nuestra cultura política (…) por las que el militarismo pudo reactualizarse (…) Hugo Chávez y el chavismo no son causa sino consecuencia de unos hábitos (…) políticos y ciudadanos que no empiezan en 1998 sino muchas décadas antes (…) la propiedad privada y la actividad económica en nuestros país no han sido instituciones libres sino (…) víctimas del (…) poder político”, afirman Guerrero y Herrera
Las peculiaridades de Venezuela explican las de la tragedia venezolana, pero lo que Guerrero y Herrera analizaron, también es una cultura política común a toda Hispanoamérica. Y, salvando las diferencias nacionales, un peligro permanente para todos y cada uno de los que, en mayor o menor grado, la comparten.